Hacia 1830, Alexis de Tocqueville escribió “La democracia en América”, libro revelador sobre el carácter de estos pueblos que habían surgido a la vida independiente. Observador perspicaz, Tocqueville diagnosticó los problemas que aquejaban a sociedades como las nuestras forjadas tras siglos de opresión y desencuentros.
En la sociedad hispanoamericana latía (y aún late) una proclividad al desorden y la montonera, lo que, en principio, justificaría el caudillismo, el ascenso del cacique autoritario. Han transcurrido dos siglos y su percepción aún es válida.La historia de una sociedad no se limita a la crónica de los hechos que han marcado su trayectoria. La conforma, por igual, el conjunto de sus ideas, y algo más que eso: la red de creencias que configuran su mentalidad. Unamuno y Américo Castro hablaron de la “intra-historia”: aquello que está bajo la gran escena, las ideas que consciente o inconscientemente siguen los actores que supuestamente “hacen” la historia. Ortega y Gasset sostenía que más importante que las ideas son las creencias. Las ideas son fruto de la diaria experiencia. Las creencias son más profundas, son lo que somos. Son nuestra casa. Al igual que los mitos las creencias resucitan cada día, inspiran cada gesto cotidiano. Ejemplo de ello es la imagen y el repetido relato que hacemos de la autoridad política.
¿De dónde vienen nuestras creencias sobre la autoridad política? La imagen que tenemos de quien detenta el poder de la República es arcaica.
En la psiquis ecuatoriana hay dos imágenes poderosas que confluyen en quien es investido con los máximos poderes: la del padre y la de macho, imágenes que en nuestro trasfondo psíquico vienen de muy atrás, desde el incario y la colonia. La ancestral figura del padre es la de aquel que encarna la autoridad, la del protector, la del taita. Es un personaje fuerte, patriarcal, autocrático. Detrás del macho está la imagen del dominador, el tirano, el desvirgador brutal. Es trasunto del encomendero, del hacendado, del patrón-grande-su-mercé (ese personaje de los relatos de Jorge Icaza). Si conjugamos estas dos imágenes tendremos una idea cercana de lo que el ecuatoriano común concibe el poder político. De ahí el patriarcalismo, de ahí el autoritarismo. Y si esto no ha cambiado es porque se sigue creyendo que así debería ser quien gobierne este país.
(Gobernar es “cuestión de pantalones”: Febres Cordero dixit). De la oportuna sintonía de estas imágenes surgen los autócratas, los “dueños del país”.
El caudillismo hispanoamericano se nutre de esa práctica confirmada de que toda autoridad es personal, no supraindividual. El tirano siempre es solitario. Surgirán otros y el ciclo vicioso se repetirá. Quienes creen en el Pachacuti saben que el tiempo es circular: aquello que estaba enterrado cobrará nueva vida. Tocqueville sigue teniendo razón.