La migración no es un proceso social nuevo. La vitalidad de nuestras sociedades puede atribuirse, en parte, a la creatividad y ética de trabajo de millones de inmigrantes. Pero cuando los flujos migratorios proceden de amenazas o presiones sobre las personas y sus familias, las cosas cambian.
Las presiones que generan migraciones involuntarias frecuentemente emanan de fenómenos naturales relacionados con el cambio climático, tales como, inundaciones o sequías que se traducen -sobre todo en las zonas rurales más deprimidas-, en una larga cadena de causalidades que podría comenzar con una mala cosecha. Continuaría con el subsiguiente aumento del endeudamiento del campesino para poder comprar semillas y fertilizantes y así volver a plantar; si la siguiente cosecha no es buena, la imposibilidad de pagar los créditos conllevará la venta de los aperos de labranza, con la inevitable pérdida de capacidad productiva, y el desempleo. Eventualmente se producirá el agotamiento de las reservas familiares. Consecuentemente el último eslabón es el aumento de la desnutrición y el hambre de la familia afectada.
En zonas agrícolas deprimidas se observa que los cabezas de familia no esperan a que esta cadena infernal culmine, y emprenden el éxodo internacional en busca de remesas que se convierten en ocasiones en el único mecanismo de protección para sus familias.
En mi opinión creo que es fundamental y urgente, implementar medidas de apoyo directo a los agricultores de pequeña escala, a fin de que puedan obtener medios dignos de vida en el campo y no se vean obligados a migrar en busca de mejores oportunidades.
Un ejemplo de estas medidas pueden ser nuestros programas de Compras para el Progreso (P4P) donde el Programa Mundial de Alimentos (PMA) utiliza su poder adquisitivo para conectar a los pequeños productores con las oportunidades del mercado. Mundialmente nuestro objetivo es mejorar los ingresos de al menos 500 000 pequeños agricultores de bajos ingresos para el año 2013. Específicamente en América Central trabajamos en cuatro países (El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua), ayudando a esos productores de granos básicos, -muchos de ellos mujeres-, a mejorar su productividad y convertir sus explotaciones en negocios rentables.
A su vez, el fortalecimiento de las redes de protección social que atacan el hambre en su raíz en esas mismas áreas rurales —muy especialmente, los programas de salud materno-infantil y de temprana atención a niñas y niños, y los programas de alimentación escolar que permiten que los niños se concentren en sus estudios— son esenciales para mejorar las condiciones generales de esas familias y prevenir un difícil éxodo que nadie desea.