Hay quienes aseguran que el concejal Antonio Ricaurte está políticamente liquidado. Que el video que circuló en redes sociales desvaneció su credibilidad y destrozó su reputación. Que este lamentable incidente, sumado a los otros que ha protagonizado en vivo y en directo en los últimos 16 meses (el empujón a un señor en las afueras de una iglesia o sus votos y posiciones zigzagueantes), lo convirtió en una figura inviable… Que simplemente se quemó.
Es un diagnóstico categórico, tejido desde perspectivas emocionales y morales. Muchos quiteños en las redes sociales y también en la conversación cotidiana censuran su conducta y han llevado la discusión al terreno, muy serio por cierto, de la violencia de género. La semana pasada, Felipe Burbano de Lara, en un impecable artículo en El Universo, señalaba que aquello que ventiló el desafortunado video ‘privado’ de Ricaurte sí debe alimentar el debate público, pues una sociedad seguirá siendo machista mientras se refugie en el silencio inexpugnable.
Si se parte de la premisa de que tradicionalmente el concejal de una ciudad desempeña una labor cívica, no habría que darle más vueltas al asunto y, en un verdadero acto de arrepentimiento, Ricaurte tendría que renunciar. A la ciudad no le hace bien ver que uno de sus ediles, para colmo, sale entre golpes de una audiencia judicial.
Pero la política no se construye con buenos propósitos ni comportamientos ejemplares. En su juego de intereses, el político tiene que sobrevivir. Y eso es lo único que a Ricaurte le queda mientras se las ingenia la forma de revertir su grave problema de imagen.
Muchos pensarán que al ser la cabeza del movimiento Vive (aliado a SUMA y al alcalde Mauricio Rodas) aún puede influir en las decisiones del Concejo. Esa fortaleza tampoco está garantizada, pues un dirigente en graves aprietos pierde aliados -del bando que sean- y votantes. Lo más seguro es que Ricaurte baje su perfil a la mínima expresión y espere a que pase el tiempo, mientras reza para que no le estalle un nuevo escándalo.