‘Habla como Marx, gobierna como Stalin y vive como Rockefeller”. Así decía una pancarta en manos de un estudiante venezolano la pasada semana. Lo decía en medio del tumulto de una manifestación cuando en su país el desempleo, la inseguridad, el desabastecimiento de productos básicos es pan de todos los días. Varios muertos, centenares de detenidos, muchas personas desaparecidas son el saldo de una jornada de protestas y de durísima represión. El gobernante ordenó la salida de la Guardia Nacional, de la Policía y de grupos paramilitares para sofocar, con mano dura, la voz de los manifestantes. Su retórica mediocre ya no le basta para ocultar 15 años de desgobierno; ahora apela a los perdigones y a las balas. Su patrón es descalificar con los más derogatorios epítetos a quienes reclaman sus derechos; negarles su libertad de expresar visiones diferentes a la versión oficial: derecha fascista, manipulados, golpistas, pitiyanquis, conspiradores, violentos, enemigos del pueblo. La lista podría continuar. El Gobierno ha creado un clima tal de confrontación que no hay posibilidad alguna para un encuentro de posiciones. Se trata de una narrativa de absolutos que falsamente divide el país entre buenos y malos, entre patriotas bolivarianos y antipatrias.
Es una tragedia que en la mente de estos iluminados mesías del socialismo del siglo XXI no haya lugar para el adversario político y que todos quienes no recen su propaganda se transformen automáticamente en enemigos: enemigos que no tienen derecho a existir, a los que hay que eliminar; enemigos cuyos legítimos reclamos son meras maquinaciones golpistas. Es un serio problema que en esta narrativa estatal no se reconozca la necesidad de que exista oposición política y protesta social; de que haya quienes alcen otras banderas y tengan otros proyectos de país. Desde su perspectiva lo diferente es imposible, no tiene cabida alguien que no lleve camisa roja (o verde); es inaceptable que haya quienes construyan imaginarios distintos, que tengan sueños diferentes. Emerge, en esas condiciones, una sociedad rota por la polarización, en que la respuesta de los ciudadanos es la calle, la movilización, la disidencia radical, la resistencia; a veces, incluso, desesperada (lo cual tampoco disculpa los excesos).
Ciertamente expresiva, la pancarta es inexacta. El gobernante en cuestión está años luz de la preclaridad de Marx, no llega ni a la sombra de la crueldad de Stalin, aunque, quizá, eso sí, con los millones de petrodólares venezolanos, se dé una vida de Rockefeller. Pero más, es doloroso y llena de vergüenza la tibieza de la comunidad internacional y la complicidad de gobiernos, como el ecuatoriano, que abiertamente apoyan la represión. Carta blanca al represor si se dice de izquierda, es el fantasma que aún recorre América Latina. El dictador disfrazado de progresista aún tiene patente para violar derechos y libertades en nuestra región. El fetiche revolucionario le otorga impunidad. Protesto ante aquella doble moral. Solidaridad con la resistencia venezolana.