Después de la fase de guerra de independencia vino la de la construcción de la nueva institucionalidad. De la primera, luego de desplegar su genio político y militar, de realizar inmensos sacrificios materiales y humanos y de recorrer los más inhóspitos caminos, desde Venezuela hasta Bolivia, salió cargado de fama, admiración y gloria, se lo nombró “Libertador”, el título más alto otorgado a un líder de la época. De la segunda fase, a partir de 1826, en medio de un mar de conflictos y de intereses particulares y locales, de un Gobierno cada vez más caótico, de brotes de corrupción e insubordinación salió defraudado, deprimido, enfermo y desprestigiado. De la gloria pasó a la infamia. De salvador pasó a opresor y déspota. De demócrata a tirano y monárquico. Y así murió a los 47 años casi solo y con una pena infinita. Ese fue el destino de Simón Bolívar.
Llenó sus pulmones con el aire de la Revolución Francesa. En su juventud vivió en París y estudió a Voltaire, Montesquieu y Rousseau, cuyos libros le acompañaron toda la vida. Fue un convencido de la libertad, de la igualdad y de la democracia.
Sin embargo, después, a medida que avanzaba la lucha de la independencia, le abrumaba las dificultades de organizar un Gobierno estable para los territorios liberados y le angustiaba un continente complejo, diverso, fracturado social, étnica y económicamente, con grandes masas sin educación y con la pervivencia de férreas instituciones coloniales.
Para Bolívar, en una realidad como la descrita, la libertad era una meta a conseguir, pero no una condición para organizar los nuevos Estados. Consideraba que su ejercicio podía desatar la anarquía y la destrucción de la joven República. La libertad era un delicado instrumento no adecuado para manos y mentes con mentalidad colonial.
Ante tal situación planteó una fórmula que permitiría salvar la Gran Colombia y apuntalar un país próspero: construir un Gobierno fuerte e inteligente que se perpetúe en el tiempo. Esto se traduciría en generar un Presidente vitalicio con amplios poderes que garantice el desarrollo económico y la reforma social. Se apuntaba a edificar un Estado concentrador y poderoso y una suerte de absolutismo ilustrado luego del cual vendría un periodo democrático.
“Estoy penetrado hasta dentro de mis huesos que solamente un hábil despotismo puede regir a la América’”, decía el Libertador. ¿Será que este pensamiento bolivariano inspira a los líderes del Socialismo del siglo XXI? Parece que sí. Entonces cabe que se pregunten si efectivamente lo entienden en su contexto temporal y político y si es correcto aplicarlo mecánicamente en realidades que cambiaron en doscientos años. Cabe también que recuerden que en su momento este modelo bolivariano fracasó y que Bolívar sufrió en vida sus consecuencias: el rechazo.