Los guerreros están fatigados

Barack Obama, David Cameron y François Hollande hicieron un llamado a tomar las armas y sus respectivos pueblos se negaron a respaldarlos.

Casi siete de cada diez estadounidenses se oponen a que su país lance un ataque contra Siria, según la última encuesta del Centro de Investigación Pew. En Gran Bretaña, donde dos tercios de la población están en contra de una acción militar en Siria, el primer ministro, David Cameron, no pudo convencer al Parlamento británico de acompañar a Estados Unidos en su aventura y por primera vez desde 1782 un primer ministro fue derrotado en un voto parlamentario al pedir autorización para una intervención militar. En Francia, el 64% de los franceses ha dicho en las encuestas que no quieren que sus ejércitos intervengan militarmente. Los guerreros están fatigados.

En Estados Unidos, las encuestas muestran que la mayoría de sus ciudadanos solo apoyaría una intervención militar en el extranjero cuando sus dirigentes los convencieran de que el ataque obedece a razones de seguridad nacional, no solo razones humanitarias. Y esto no es nuevo. En 1939, cuando el ejército nazi de Adolfo Hitler se lanzó a la invasión militar de Europa, la mayor parte de los americanos veían el conflicto muy lejano y se oponían a que EE.UU. interviniera en la "guerra europea". No fue sino hasta después del ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, cuando Franklin D. Roosevelt pudo convencer a los ciudadanos de que la seguridad nacional estaba en peligro.

Hoy, casi la mitad de los estadounidenses opinan que los problemas de otros países no deberían requerir el concurso de sus fuerzas armadas y le exigen a su gobierno que no se meta en problemas ajenos. Las guerras en Iraq y Afganistán han tenido un costo humano demasiado alto: dos millones de estadounidenses, hombres y mujeres, han ido a pelear en ambos países; y de ellos, más de 6 500 han muerto, miles de estadounidenses han sido heridos gravemente. Aproximadamente 1 500 soldados han sufrido amputaciones y medio millón de veteranos de estas guerras sufren de algún trastorno postraumático serio.

No obstante, la reticencia de los ciudadanos de EE.UU., Gran Bretaña y Francia a la intervención militar contra el dictador sirio ha propiciado un sinfín de opiniones catastrofistas. Para muchos, la inmovilidad de las democracias occidentales es el preludio del caos. Yo disiento. Estamos en el umbral de un nuevo orden mundial multipolar, pero rechazo que conduzca necesariamente al caos. El nuevo orden obligará a todas las naciones con aspiraciones imperiales a buscar consensos y a privilegiar la negociación. No se excluye el involucramiento en los problemas del mundo, sí las amenazas militares. Se necesita cambiar el paradigma de que la política extranjera de un país sean las ideas, el dinero y la solidaridad. Hay que mandar inversionistas al Tercer Mundo que desarrollen el nivel de vida de la población. Auxiliarles con profesionales que les enseñen a administrar mejor sus recursos, a planificar la economía, disminuir la brutalidad policiaca, implantar transparencia en la cosa pública.

Hay que desterrar la nostalgia por el colonialismo y el excepcionalismo.

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