Es un lugar común considerar a las cruzadas como un asunto de caballeros, reyes y papas, de hecho, es así como se las representa en libros y películas. Pero las ocho cruzadas convocadas por el papado a lo largo de dos centurias (entre los siglos XI y XIII) atrejeron también al pueblo y no solo a ejércitos formales.
Dos casos ilustran cómo entusiasmaron las guerras santas a la gente común. En 1097, mientras se desarrollaba la primera cruzada, el fraile francés Pedro el Ermitaño sedujo a campesinos, mendigos y aventureros –entre 18 y 60 mil personas– para marchar a Jerusalén al grito de ‘Dios lo quiere’, con el propósito de ‘recuperar los santos lugares’ de la dominación musulmana. La excursión resultó un desastre y la mayoría murieron en el camino.
No obstante, las cruzadas siguieron sucediéndose una tras otra, de manera que poco más de un siglo después, en 1199, el papa Inocencio III convocó la cuarta cruzada, esta vez no se dirigió a los reyes sino directamente a los pobres, a quienes la religiosidad popular consideraba ‘los verdaderos elegidos’. En ese contexto sucedió la “cruzada con niños”, con la idea de que su pureza conquistaría Tierra Santa.
En 1212, con un inflamado fervor religioso, Esteban, joven pastor de apenas 12 años, escribió a la Corte del rey Felipe Augusto de Francia, asegurando que tenía una carta entregada por Jesucristo en la que le pedía impulsar la cruzada. El rey desechó la idea, pero el joven encabezó el movimiento y en menos de un mes reunió a unos 30 mil niños, que emprendieron viaje en compañía de algunos religiosos y peregrinos adultos, mientras se organizaba una iniciativa similar en Alemania.
Un grupo de estos peregrinos llegó a Roma. El papa Inocencio les explicó que eran demasiados jóvenes para ir a una cruzada y los animó a regresar. Antes de la reunión, ya varios habían fallecido en el camino. Los sobrevivientes, al intentar volver a casa, murieron ahogados o terminaron como esclavos en Egipto.