La religiosidad popular es un fenómeno al que la historia ha prestado atención desde hace poco tiempo, pese a ser un hecho relevante en los procesos de secularización estatal, cuyo avance no fue lineal e inequívoco, como suele pensarse.
Entre los más interesantes y extendidos procesos de resistencia a las medidas de secularización del Estado moderno se encuentra el movimiento cristero mexicano que, en palabras del historiador Jean Meyer, provocó tanto terror como los movimientos populares de Pancho Villa y Emiliano Zapata o fenómenos naturales como los terremotos y huracanes.
La Cristiada fue una guerra que sorprendió al ejército, al gobierno –pero también a la Iglesia católica– porque los insurgentes se sublevaron sin más preparativos que los necesarios para encomendarse a la santa muerte, cuando el Estado mexicano decidió suspender los cultos, en 1926.
Al impedimento del Estado del culto público, la Iglesia respondió con la suspensión del culto privado, es decir, que, al tiempo que enmudecieron las campanas, se suspendieron los sacramentos: no había bautizos ni matrimonios, tampoco se podía comulgar ni obtener la confesión previa a la muerte.
La Cristiada movilizó a unos 45 mil combatientes, en 17 estados, del norte al sur de México: el mayor movimiento popular del siglo XX, en él volvieron a levantarse zapatistas y villistas. Pero la incomprensión del Estado respecto a lo que estaba sucediendo, llevó a calificar el movimiento de ‘fanatismo de masas embrutecidas’, lo que endureció su posición, al punto de fusilar curas y condenar a muerte a quienes participaran de cualquier acto religioso.
A tres años de vigencia de la ley, en 1929, el enfrentamiento llegó a tal nivel que el gobierno suspendió su aplicación, lo que puso fin a una guerra civil en que la población participó espontáneamente, sin distinción de edad ni sexo, para oponerse a lo que las élites pensaban era una medida de progreso, sin considerar la subjetividad de los subalternos.