Signo de peligrosa inmadurez es persistir en las guerras del pasado; revivir conflictos que fueron enterrados entre la sangre y el fuego de los abuelos; y levantar las viejas banderas que representaron las ideas por las que, hace años, disputó la gente. Ç
Si los caudillos que deberían presidir la historia, se transforman en pieza de los actuales debates políticos, quiere decir que no hemos cumplido la primera y principal tarea para ser nación: asumir el pasado.
Me imagino a Francia debatiendo electoralmente en torno a la figura de De Gaulle, a los ingleses levantando torbellinos electorales sobre Churchill, a Estados Unidos promoviendo a Lincoln las campañas de demócratas o republicanos, a los españoles actuales rompiéndose la crisma por las guerras carlistas. Al menos nos causaría extrañeza semejante regresión, y pensaríamos que andar desenterrando el pasado para enfrentar los asuntos del presente es síntoma de despiste.
Sin embargo, en América Latina y Ecuador continuamos metidos en las guerras del pasado y, a la altura del siglo XXI, somos todavía militantes peronistas, sandinistas o alfaristas, da igual. Somos bolivarianos y andamos olfateando por allí a ver si no hay conspiradores realistas. Hemos bajado a los íconos de sus pedestales, al punto que ahora, los que fueron respetables ancestros, son piezas estratégicas colocadas en el terrestre escenario de las campañas. En semejante atrevimiento, los próceres terminan perdiendo, la historia queda reducida a propaganda y los debates se contaminan con los prejuicios que alimenta la errónea o interesada visión de los grandes temas.
Peligrosa apuesta porque, al menos en el caso del Ecuador, el laicismo de Alfaro, tras el estropicio electoral, quedará reducido a palabra vana, cuando es el fundamento liberal de respetables derechos que ejercemos, pese a las periódicas incursiones autoritarias que marcan a la vida pública.
Después de las teatrales apelaciones del coronel Chávez, de Bolívar queda una idea muy diferente de aquella grande, respetable y ejemplar del personaje que efectivamente fue. Queda el clisé, el logotipo de un partido, la cuña de la propaganda, y queda el cuadro vacío del héroe.
Queda la ausencia del símbolo. Eso ocurre siempre que colocamos a la historia en el escenario de las actuales rivalidades. El problema es que los pueblos, y las personas, necesitamos de íconos que nos obliguen a levantar la cara y a mirar arriba, necesitamos de pedestales. Cuando las estatuas se transforman en piezas de combate, en piedras para enfrentar al otro, el resultado es que queda un poco de ruinas, muchas dudas y graves confusiones.
Ejemplo de madurez nacional sería atreverse a mirar a la historia a los ojos, a entender a los personajes en el contexto de su tiempo y a los hechos con la serenidad necesaria para asumir el pasado.