A medida que se disuelve la bruma de la pandemia, la gente no solo vuelve a las playas y a los antiguos paseos. Vuelven también los conflictos contenidos.
Los efectos de la bomba social que estalló en octubre del año anterior no se resolvieron. Se escondieron, se postergaron. La pandemia fue la tapa de la olla de presión. Aprovechando de ella, los operadores económicos y políticos gubernamentales, y sus amigos de las Cámaras y de los medios, ejecutaron las medidas que no pudieron en octubre, casi sin oposición, debido al miedo al virus.
La sublevación sacó a flote los fantasmas de antiguos y estructurales problemas, sobre todo el rechazo a un Estado excluyente y racista. Hoy al año, reaparecen, en el marco del 12 de Octubre, evocando la memoria, en actos simbólicos de indígenas y otros grupos disidentes, contra las estatuas de la reina Isabel La Católica, de Colón y de los conquistadores, responsables, de uno los procesos más sangrientos, explotación, saqueo, hecatombe poblacional, más brutales y estremecedores de la historia de la humanidad, que instauró un largo régimen de colonización.
La guerra contra las estatuas, la experiencia antirracista replicada en los últimos meses gran parte del mundo y de América Latina, ha recibido un rechazo feroz de sectores diversos, unos racistas radicales, hispanistas, neoconservadores y fascistas, otros simplemente auto identificados como defensores del patrimonio de la ciudad, acusando a los “contra estatuas”, de salvajes y vándalos, llamando a enjuiciarlos.
Más allá de la epidermis, el hecho se esconde un complejo problema irresuelto de la configuración del Estado y de la identidad nacional. De un estado nación, que desde 1830, asumiendo una retórica republicana y democrática, configuró en la práctica un estado oligárquico y excluyente que hasta la década de los 1970, no consideraba ciudadanos a los más excluidos, a los analfabetos, la mayoría de ellos, indígenas y afros. Siendo hasta el 2020, los indígenas, los más desfavorecidos de todas las políticas públicas.
Siendo su cultura, su lengua, sabiduría, consideradas salvajes, inferiores, por la cultura oficial, blanco-mestiza e hispana. Cultura oficial proclamada como única fuente de la nación y de la identidad.
Todo esto es violencia estructural e institucional prolongada desde la colonia hasta hoy. Pero además naturalizada por la mayoría de la población que no conoce una versión crítica de la historia. Entonces, el “ataque” a los monumentos debe ser entendido desde el conocimiento de la realidad y del pasado. La acción simbólica contra la Isabel La Católica es un grito fuerte, de un inmenso conglomerado social cuyo descontento tiene que ser canalizado por políticas públicas equitativas y justas de un Estado inclusivo, democrático y plurinacional. Si no lo hace, el conflicto escala. La guerra social asoma en el horizonte.