Hay dos gravísimas falsedades instaladas en la consciencia de las gentes. La primera es que los poderosos van a la guerra para apoderarse de los recursos ajenos.
En realidad, eso casi nunca es cierto. Acaso sucedió cuando el bicho humano vivía en cuevas y cazaba en grupos, pero la rebatiña se fue debilitando en la medida en que evolucionó y creó las bases de las sociedades modernas.
Es absurdo pensar que Estados Unidos fue a Iraq para quedarse con su petróleo. La guerra iraquí ha costado a los contribuyentes norteamericanos 784 000 millones de dólares. Si le sumamos el conflicto afgano excede el billón de dólares.
Comprarle y revender la energía a Iraq, como hacen las empresas petroleras, es un buen negocio. Arrebatársela a tiros es incosteable.
Intervenir en Siria para saquearla sería, además de un crimen, una estupidez. Siria exporta menos de 150 000 barriles diarios de petróleo y su per cápita anual ronda los 3, 400 dólares.
Es ridículo pensar que la motivación de Washington o París es robarle sus pocas pertenencias a ese polvoriento rincón del Medio Oriente.
Si Estados Unidos quisiera apoderarse de un país petrolero rico tiene en su frontera norte a Canadá, pero tamaña barbaridad no se le ocurre a nadie en sus cabales.
La segunda falsedad es que las guerras dinamizan las economías. Incluso premios Nobel, como Paul Krugman, la suscriben. Afortunadamente otros premios Nobel -Joseph Stiglitz, por ejemplo- opinan lo contrario.
Quien tiene razón es Stiglitz. Las guerras, además de aniquilar a las personas, destruyen los bienes materiales, las infraestructuras, provocan inflación, inhiben la formación de capital y asignan perversamente los recursos disponibles.
Con lo que cuesta fabricar un portaaviones hay recursos para abrir 5 mil empresas generadoras de riquezas y empleos.
Es absurdo pensar que el reclutamiento de soldados es una forma razonable de crear empleos. Suiza se convirtió en el país más rico del mundo evitando las guerras, no participando en ellas.
John Maynard Keynes creyó que la Segunda Guerra Mundial contribuyó al fin de la depresión que sobrevino tras el crack del año 29. Su confusión probablemente se debió a que no tenía información adecuada.
Cuando Estados Unidos entró en ese conflicto, habían pasado 12 años del inicio de la crisis y estaban en franca recuperación.
Y, si las guerras son tan malas, y casi nadie se beneficia, ¿por qué los gobernantes recurren a ellas? La respuesta está en la compleja psiquis humana.
Van a la guerra por oscuras razones enmascaradas tras elocuentes discursos morales y patrióticos, por el poder y la gloria, por el placer de mandar, por ensoñaciones ideológicas, por arbitrarias construcciones teóricas y estratégicas que casi siempre salen mal, por vengar agravios, supersticiones religiosas, políticas o étnicas. A veces, pocas veces, por la libertad, en busca de derechos o para defenderse de una agresión. Es la extraña naturaleza humana.