Guaguas, que no son de pan

maguirre@elcomercio.org

La pequeña tomó barbasco y murió. Quiso acompañar a su prima, a quien quería tanto y la siguió a ese lugar en el que, según dicen, se está mejor. No pudieron salvar la vida de esa guagua, que no es de pan. Es más, no han podido salvar algunas vidas de otros guaguas, chicos y chicas, que desde hace tiempo, se están matando. Así, simplemente: tomando barbasco o matamaleza, en silencio y en secreto, aguantando el dolor, aguantando el trago amargo del veneno.

Chicos y chicas indígenas, pertenecientes a minorías, cuyas muertes ignoramos, han ingerido veneno para dejar de estar, para desaparecer. Ignoramos sus razones y su dolor, el sinsentido de sus vidas, su malestar. Y callamos. Callamos porque dicen que es mejor no hablar, que es peligroso, Que es delicado. Que es contagioso. Pero callamos. Miramos para otro lado. Lloramos pero, de tanto llorar, se curte la piel y se secan las lágrimas. Cuando nos cuentan de otro caso ya ni nos sorprendemos. Murió porque murió. Porque así es la vida. Porque soñó. O por brujería. Por que no quería casarse o porque el novio le era infiel. Porque los papás no dejaban de tomar trago y de golpearse y gritarse. Porque la madre se ha ido o porque quien sabe. Por el hartazgo, sin más.

Y son guaguas. Guaguas que quieren dormir el sueño eterno porque no comprenden este mundo. O porque tienen malas notas. O por curiosidad.

El Ministerio de Salud lo sabe. El Ministerio de Educación también. Y también el de Inclusión Social. También lo sabe la Iglesia. Y las ongs. Y las dirigencias de las comunidades. Pero nadie hace nada. O nadie sabe qué hacer. Tal vez es mejor no saber. Tal vez por eso han despedido a los pocos funcionarios que saben algo del tema o que alguna sensibilidad han tenido sobre el asunto, que darle cara y hacer algo más.

Estos guaguas, que no son de pan, están en informes, en estadísticas.

Un informe de Unicef ponía cifras hasta el 2016. El promedio nacional de suicidio adolescente es de 10 por 100 mil adolescentes: la tasa más alta es la de Zamora Chinchipe, donde llega a 53 por 100 mil, seguida por otra provincia amazónica: Napo, donde es de 33 por 100 mil. Cañar y Azuay, con alta migración de padres y madres de familia, registran tasas de 33 y 22 respectivamente. Cotopaxi, con fuerte presencia de población indígena, tiene una tasa de 29. Otras provincias que superan el promedio nacional son Pastaza (13), Orellana (14), Carchi (14), Bolívar (15), Tungurahua (16) y Morona Santiago (20).

Y seguro son más. Porque no hay registros suficientes. Porque muchas de estas muertes no llegan a oídos de nadie.

Porque son secreto. Secretos de la selva.

Gritos silenciosos de la impotencia y desamparo.

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