Marco Antonio Rodríguez

‘El grito’

Una criatura grita en el primer plano de la icónica obra de Edvard Munch (Noruega, 1863-1944). Horada el tiempo con su alarido y sigue su camino; va absorbiendo la historia y se emplaza entre nosotros, intacto, para seguir su azaroso itinerario. ¿Esa criatura es humana, un ánima despavorida, un esbozo fantasmal replicando el dolor de un artista insano? Lo cierto es que ese grito nunca perteneció a nadie, fue arrancado de las entrañas de la humanidad, revelación intemporal del miedo y la angustia de los humanos, de ser y estar aquí en la tierra.

Dos paseantes asoman a distancia de ese espectro ululante, ¿la estolidez de quienes deambulan impávidos solo satisfaciendo sus instintos primarios? Un cielo incendiado predomina en la obra; el puente y su barandilla, al igual que la franja ancha del mar que fluye por el costado derecho, son resueltos en colores fríos. Planos bidimensionales, cromática que vibra en escalas, subyugando las líneas sinuosas, ondulantes. Silencio y estruendo. Clamor y gemido del espanto de vivir.

Munch presagió el doliente paso del siglo XX y abrazó nuestra época asfixiada por la agonía de las ideologías, culto al poder por el poder, aberrante resurgimiento de sistemas sepultados, imperio de la tecnología… En las redes legiones de victimarios odian, escarnecen, calumnian, seguros de que algún daño causarán a sus víctimas. No hay ‘yo’ en “El grito” del siglo XXI, así su creador original, hace más de cien años, haya pretendido convertirlo en el testimonio de su vivencia personal; hay una masa amorfa, perpleja y extraviada, que aúlla, ruge, implora. Nada positivo. Fosa, vacío, infinito borrascoso.

Munch confesó que su grito iba a ser un hombre vestido, pero en París vio una momia peruana de rasgos andróginos (hermafroditismo, ambigüedad) y la adoptó para que sea quien profiera su grito. Millones de habitantes que pueblan nuestro planeta vociferan hartos de “todo poder”, “El grito” de Edvard Munch deviene en una de sus divisas.

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