Cada noche la veo en el velador del lado derecho de mi cama; está ahí siempre, pero solo noto su presencia por las noches, cuando la casa está silenciosa y el ánimo desacelerado. Es “la piedra de la gratitud” –o así la llamó la persona que me la regaló–, una pieza de lapislázuli que cabe dentro de la palma de mi mano y cuya función es mantener activa mi memoria para que nunca olvide lo que me ha sido dado, algunas veces sin mérito de mi parte.
En temporadas aciagas, abundantes en malas noticias, estridencia, verborrea y opiniones al por mayor, me suele dar por el insilio (esa tendencia a exiliarse dentro de uno mismo, huyendo del afuera, o sea del infierno que pueden llegar a ser los otros, parafraseando a Sartre). Y un insilio es una oportunidad para tomar consciencia del sinnúmero de ventajas y privilegios que flotan alrededor, de los cuales me beneficio o veo a otros beneficiarse.
En estos días, más silenciosos de lo habitual, cayó en mis manos ‘Gratitude’, de Oliver Sacks; un libro breve que reúne cuatro ensayos del neurólogo y escritor británico, que murió el 30 de agosto de 2015, en los cuales habla del sentimiento de la gratitud. Lo hace en tono de confidencia, expuesto y radiante, a sabiendas de que es lo último que escribirá.
Sacks, como suele pasar, se acerca a la gratitud en modo retrospectivo, porque así lo permiten las trayectorias largas. Consciente de que había entrado en la recta final, primero por su edad (el ensayo que abre el libro fue escrito poco antes de que él cumpliera 80 años) y luego por su estado de salud, que se deterioraba de forma acelerada, el autor de ‘El hombre que confundió a su mujer con un sombrero’ decidió no perder un minuto en nada que no le fuera grato. Sabía que iba a morir en breve y se apresuró a decir lo que no había dicho, pero sobre todo a agradecer.
Las preguntas que me venía haciendo desde mucho antes de leer a Sacks –quizás iluminada por el azul intenso del lapislázuli que me interpela cada noche desde hace cinco años– y que ahora más que nunca se me antojan indispensables son: ¿por qué esperamos tanto tiempo para agradecer?, ¿la gratitud es un sentimiento reservado para ancianos y/o moribundos? ¿no sería más saludable, más bonito, vivir agradecidos?, ¿qué hace que sea tan difícil ser gratos y demostrarlo a viva voz?
Claro que al escuchar un noticiero o abrir un periódico uno se tienta inmediatamente a pensar que casi no hay nada por qué agradecer. Pero si uno se exilia del mundo por cinco o diez minutos y cancela el estruendo proveniente del exterior, seguro encontrará al menos algo por lo cual estar agradecido hasta las lágrimas. Sacúdanse la mala vibra cerrando los ojos y enumerando al menos un par de razones para sentir gratitud… ¿Ya? Yo acabo de abrir los míos y ahora mismo tengo ganas de escribir en un letrero, tan grande como una valla publicitaria, una sola palabra: Gracias.