A Nicolás Maduro, obstinado imitador de Hugo Chávez, le gusta lanzar insultos y groserías características de ese populismo degradante que pretende acercarse al pueblo utilizando lo más bajo y deprimente de su lenguaje. Los mecanismos sicológicos retorcidos y oscuros que esconde esta conducta gozan de éxito político y mediático. El dictador venezolano ha insultado a muchos presidentes, es un gran insultador. A Nayib Bukele de El Salvador le tildó de traidor y pelele; a Iván Duque de Colombia le calificó de imbécil; al presidente Sánchez de España le dijo muñeco de torta, y pelele; a Enmanuel Macron de Francia, sicario de los intereses de la oligarquía; a Donald Trump, padre de los pelucones. Ahora le ha tocado el turno al presidente ecuatoriano Lenin Moreno a quien le ha endosado duros calificativos. El dictador chavista parece creerse el único genio en un mundo de imbéciles.
Un diario español ha dicho que Maduro es un carnicero y un bufón. Lo de carnicero no es un calificativo cualquiera, se refiere al informe de Naciones Unidas que documenta las muertes, desapariciones, torturas y desplazamientos forzados de cientos de miles de venezolanos que huyen del hambre provocada por Nicolás Maduro y su cuadrilla. No encarna, por tanto, la figura pintoresca del bufón; es un bufón cruel.
Después de haber destruido el país pretende controlar todos los hilos del poder para perpetuarse. Las últimas elecciones parlamentarias han sido desconocidas por la Unión Europea, Estados Unidos y los países latinoamericanos porque no han sido libres y transparentes. Para garantizar la limpieza electoral Maduro ha invitado a figuras como Manuel Zelaya, Evo Morales, Rafael Correa, Fernando Lugo, todos destituidos, desalojados del poder o prófugos de la justicia. Como consecuencia, Maduro tiene ahora tres parlamentos, uno de oposición reconocido por muchos países, otro controlado por el dictador y la Asamblea Constituyente creada para vaciar de facultades al parlamento de oposición.
No es casual que Maduro sea un insultador, el insulto es una forma de auto legitimación y confesión de falta de razones. Vivimos en la era del espectáculo, no cabe perder el tiempo con las premisas, salta directamente a probar que el adversario no vale nada.
Nuestra historia también está llena de grandes insultadores. El último gran insultador que tuvimos nunca daba argumentos, saltaba enseguida a la descalificación del adversario, el insultador es siempre un autoritario. Alguien que no quiere cumplir los contratos que ha firmado es un autoritario, no respeta a los demás, no respeta la ley y no respeta la justicia. Como ciudadanos deberíamos saber que la única alternativa que tenemos es resolver las discrepancias con argumentos, ofreciendo y aceptando razones, la alternativa es resolver, como los homínidos de Goya, a garrotazos.