No pocas páginas son las que han dedicado los estudiosos y analistas a la materia de los salarios. Precisamente, hace pocas semanas, tres investigadores de prestigiosas universidades han sido laureados con el premio Nobel de economía, por sus estudios de la incidencia de los mismos sobre otra variable, la del desempleo. Menuda polémica existe cuando se trata este delicado punto. A riesgo de pecar en una osada simplificación, se podría decir que existen dos tendencias predominantes: la que defiende una mayor intervención estatal en la corrección salarial; y, aquella que es más proclive a pensar que esta variable se puede ajustar por las fuerzas del mercado. Quizás entre polos tan distantes caben matices que morigeren las distorsiones que una y otra tesis puede presentar en la práctica. Probablemente el mercado haría un buen trabajo si es que no existiera, como en el caso de nuestro país, una oferta escasa de empleo; y, de otro lado, un ejército de personas en edad de trabajar que se disputan las pocas plazas de trabajo existentes. En la otra orilla un mayor intervencionismo estatal que, a título de mejorar las retribuciones de los trabajadores, puede terminar por poner serios obstáculos a la generación de nuevas fuentes de empleo, con lo que el problema de la desocupación simplemente se agrava.
Ante este dilema, en otros países se ha impuesto el diálogo entre los sectores involucrados para encontrar soluciones apropiadas para cada realidad. Primera condición: el respeto absoluto a los criterios y a las opiniones de las contrapartes que, con sus aportes, van achicando las diferencias y acercándose a los consensos. Segundo elemento: confianza en el mecanismo y en la palabra del interlocutor. Si aquello no existe, el sistema en sí mismo no funciona.
Si el diálogo se reemplaza con la decisión unilateral de una de las partes, el riesgo de que se produzcan efectos no deseados aumenta. Las medidas pueden sonar justas, pero no se sabe cómo reaccionará el mercado del trabajo. Por ejemplo: si se plantea un salario ‘digno’, que en la práctica a la gran empresa que paga a cada trabajador USD480 anuales por concepto de utilidades en nada le afectará, puede por otro lado desestimular a pequeños o medianos empresarios a realizar inversiones, a sabiendas que su precaria rentabilidad puede verse afectada.
Lo anterior puede ser contraproducente en tareas que demandan gran cantidad de mano de obra y en las que los márgenes de utilidad se reducen. Quizá habría sido más sensato acudir en forma sostenida y permanente hacia el mismo fin pero sin poner una valla tan alta que podría desalentar a la inversión, con lo que el problema en vez de solucionarse tiende a agravarse, porque solo unos pocos, en teoría, serían beneficiados. Pero ¿qué hay de los otros que están al margen del mercado de trabajo? ¿Hay esperanza para ellos?