Han pasado 50 años desde que Juan XXIII convocara el Concilio Vaticano II. Habría que recordar el momento, apenas 20 años después de la Segunda Guerra Mundial… Eran tiempos de amenazas y cambios gigantescos (la guerra fría, la amenaza atómica, la emancipación de razas y naciones, los procesos de liberación y lucha contra la pobreza, especialmente en América Latina…). Abundaban problemas y soñadores.
El papa Juan sintió el “urgente deber” de poner en contacto el evangelio con el mundo y de dar respuesta a los nuevos problemas del hombre, de las familias, del desarrollo, de la paz, de la cooperación internacional,… Así surgió un Concilio pastoral, dialogal, capaz de suscitar interrogantes y esperanzas. Ives Congar decía que la Constitución pastoral “Gaudium et Spes” era “la tierra prometida”.Los cristianos nos dedicamos a escrutar los “signos de los tiempos”, una preciosa provocación que nos ayudó a observar, discernir, actuar… en la conciencia clara de que Dios estaba presente en medio de la realidad humana. Frente a los profetas de desventuras, Juan XXIII propondrá el optimismo evangélico: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón… La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia”.
Guste o no a los laicistas del momento ecuatoriano y a los católicos desubicados, la Iglesia está y tiene que estar metida en lo más profundo de la realidad y de la condición humana, siempre amenazada. La Iglesia sabe que cualquier compromiso revolucionario pasa necesariamente por la dignidad y la libertad del hombre. Los derechos humanos se basan en un consenso mínimo ético. La solidaridad que nace del evangelio nace del amor de Dios que se interioriza en el sufrimiento humano. La tarea de un cristiano es clara: luchar a favor de los signos de esperanza. Lo que hoy y siempre está en juego es la dignidad y la libertad de las personas y los pueblos y saber, en definitiva, si este principio ético fundamental (dignidad y libertad), es el fermento de nuestra economía, ecología, legalidad y políticas de turno.
Lamentablemente, lo que hoy prima en el horizonte ecuatoriano no es la discusión del modelo de sociedad democrática, incluyente y participativa ni el respeto a los derechos humano, ni el desarrollo constitucional como norma suprema del Estado, ni la división e independencia de poderes ni el ejercicio de las libertades… Otros intereses asumen protagonismo hasta hacer tangible lo intangibe y defender lo contrario de lo que un día se proclamó como ejemplo para el mundo. Cincuenta años después, los problemas, viejos y nuevos, siguen ahí y nos exigen capacidad crítica y protagonismo democrático que nadie debería acallar… Un ejemplo: Miguel Ángel Cabodevilla y su libro no son peligrosos. Peligrosos son aquellos que prefieren el silencio a la razón.