Cuando a altas horas de la noche Tibisay Lucena, titular del Consejo Nacional Electoral de Venezuela, dio a conocer con voz temblorosa el inocultable triunfo de la oposición, se desató un nudo. Años de una ilusión contenida se volcaron en festejos, pese a la advertencia de conatos de violencia que el poder político que dominó el mapa en la era chavista lanzó como amenaza.
La Mesa de Unidad Democrática logró una mayoría importante, podrá hacer cambios y fiscalizar, pero el camino hacia una auténtica democratización es largo y empedrado.
En un sistema de democracia abierta,
que gobierno y oposición discrepen es cosa común. Pero el régimen que impuso, con triunfos electorales primero, el socialismo del siglo XXI liderado por el caudillo populista Hugo Chávez, ahogó las libertades.
El chavismo se hizo del control de petróleo en tiempo de bonanza, copó medios de comunicación, cerró otros y ahogó el espacio crítico. Aunque el énfasis en programas sociales fue notorio, la intolerancia a la oposición causó un desastre y las libertades pagaron alto precio. La producción se destruyó.
Chávez y Nicolás Maduro polarizaron al país, estigmatizaron a los contrarios, reprimieron a los manifestantes y universitarios y encarcelaron a opositores como Leopoldo López, cuya prisión avergüenza al mundo civilizado. Además, despojaron a la valiente asambleísta y excandidata presidencial de su investidura, pero no callaron su voz. María
Corina -como la esposa de López, Lilian Tintori- es símbolo por la lucha democrática.
Pero ganar las parlamentarias no es todo. Ahora llegan unas elecciones seccionales parciales y el reto continúa y luego se deben restablecer los pesos y contrapesos, que tanto detestan los populistas autoritarios.
La idea es que la oposición demuestre madurez y entereza para ganar las presidenciales, todavía lejanas, que funcionen la alternabilidad y el péndulo y que los derrotados dejen espacio a los triunfadores.
¿Será tanto pedir?