Como individuos, cada uno de nosotros tiene una deuda con las mujeres: de su seno venimos, de su ternura, sus cuidados, su capacidad de gestar, nutrir y educar. Y también son nuestras compañeras, con las que concebimos, las que llevan el mayor peso de la crianza de los hijos y la que nos ayudan a lanzarlos a volar cuando ya sus alas los sostienen.
El adeudo de amor con nuestras madres, hermanas, esposas, hijas y nietas es imposible de pagar. Pero existe otra deuda, que, como sociedad, incluso como civilización, tenemos con las mujeres: la que dejan miles de años de violencia machista; una historia absurda que en nuestra época, con todos los avances de la ciencia y la conciencia, debe terminar.
Quiero creer que no siempre fue así. Las primeras culturas, en muchos lugares del globo terráqueo, fueron pacíficas. Hay quienes suponen que los individuos que vivieron en lo que llamamos período aborigen fueron limitados intelectual o emocionalmente. Y no; eran seres como nosotros, inquietos, curiosos, perceptivos. Los pueblos cazadores-recolectores fueron tan ingeniosos que encontraron la manera de sobrevivir por milenios. Luego, vino la agricultura, cuyo invento y desarrollo, cada vez está más claro, fue obra de las mujeres. Y los pueblos dejaron de vagar, formaron aldeas, desarrollaron una cultura matriarcal y adoraron a la madre tierra. Como atestiguan las “venus de Valdivia”, la mujer ya era entonces, en la primera cultura agrícola de América, símbolo de hermosura y abundancia. Esas bellas figurillas, con tocados y rostros poéticos apenas esbozados, rindieron hace cinco mil o tres mil años homenaje a la mujer y a la fecundidad y todavía lo hacen hoy, con la serena e impetuosa fuerza de su arte. Pero luego las culturas -aquí y en Europa y en Asia- se volvieron belicistas. En los restos que nos legaron, aparecen felinos y águilas y lanzas y guerreros y un sistema de castas y de guerras. El hombre pasa a ser el dominador y se asigna a la mujer un papel secundario. Los señores de la guerra, cuando morían, eran enterrados con sus bienes, y con sus mujeres, sacrificadas en su honor. No me cabe duda que entonces surgieron el patriarcado y el machismo, sostenidos por fuerza de las armas, los prejuicios y la estupidez.
No es que nuestros genes se trastocaron, pues no está allí la violencia machista sino en miles de años de cultivar la agresividad como una virtud. La violencia machista es hoy la mayor vergüenza colectiva del planeta Tierra: es generalizada en Europa e incluso mayor en los países más avanzados, como Suecia, Noruega y Dinamarca, y también en la América anglosajona y en la ibérica, y en los otros continentes.
Es hora de cambiar este acumulado civilizatorio patriarcal y belicista, en el que todos los hombres somos cómplices y culpables. Lo haremos con ellas. Se lo debemos.