Para el ciudadano el gobierno y el Estado son enemigos, ni siquiera hace diferencia entre las dos instituciones acostumbrado a que cada gobierno arme y desarme y construya su propio Estado. Para los políticos el gobierno es un deseo, una oportunidad, un premio. Todos los gobiernos sufren la tentación de desbordar sus límites y borrar las fronteras entre gobierno y Estado.
El Estado tiene cuatro elementos: Población, territorio, gobierno y soberanía; ninguno les pertenece a los políticos y, sin embargo, hubo un iluminado que hizo famosa esta reflexión infantil: “yo soy el jefe de Estado y el Estado es todo, el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo, la Administración de Justicia, la Contraloría, las Superintendencias”. ¿A quién le van a reclamar cuando haya problemas? gritaba con la lógica del carretonero, ¿al Congreso, a los jueces o a mí? Cuando le reclamaron, eludió las responsabilidades que él mismo exigía.
El gobierno es solo una parte del Estado, la parte mudable. Tomar la parte por el todo es una de las formas clásicas del sofisma, la especialidad del iluminado. La política que alguna vez fue expresión de Racionalidad, se fue convirtiendo en una manifestación del fanatismo, ‘…una furia armada de un sofisma y un puñal que volvió insensatos y crueles a los hombres’, como dijo Voltaire.
Estado y gobierno se ven como enemigos cuando solo aparecen a la hora de cobrar impuestos, establecer multas y recargos y rodearse de ceremonial y seguridad; cuando llenan las filas de la burocracia con amigos blandiendo el sofisma de que no se puede gobernar con los enemigos. Los funcionarios, especialmente los funcionarios de los Organismos de Control, no son ni amigos ni enemigos, son personas capacitadas que tienen la ley para establecer sus responsabilidades, sus obligaciones y limitaciones. Es igualmente corrupto el funcionario que persigue porque es adversario político y el que pasa por alto las violaciones de la ley porque es amigo o coideario.
Para que los ciudadanos vean el futuro con optimismo y crean que se puede salir de la crisis, el gobierno no debe tampoco aparecer como amigo o enemigo sino como la función del Estado capaz de hacer propuestas y conseguir respaldo. Gobiernos que han logrado superar crisis como la nuestra, han planteado acuerdos sociales. No es la adhesión al gobierno lo que puede ofrecer salidas sino un acuerdo social en el cual el gobierno y los líderes de diferentes sectores sociales son capaces de diseñar consensos y persuadir a sus seguidores.
La responsabilidad no es solo de los líderes políticos. En un acuerdo social participan también activamente la oposición y los dirigentes de los gremios laborales y empresariales. Cuando Irlanda logró un acuerdo entre los líderes políticos, dirigentes de los trabajadores y directores empresariales, se comprometieron a no declarar huelgas ni despedir trabajadores por cinco años. ¿Serían capaces nuestros líderes de asumir este tipo de acuerdos? Y si lo hicieran ¿serían capaces de sobrevivir?
lecheveerria@elcomercio.org