El gobierno de Gabriel García Moreno, imbuido en una moral católica extrema, declaró en 1872 que el aborto era un delito y lo incluyó en el Código Penal y de Enjuiciamiento Criminal, donde, sin embargo, se planteaba como atenuante que se hubiera producido por un “apremio moral”.
Ya en el siglo XXI, la sensibilidad de los moralistas hacia las mujeres se ha apagado complemente para dar paso a un ensañamiento con las víctimas de violación –generalmente niñas y adolescentes abusadas por sus parientes– en nombre de una nación, una familia y una religión que no se compadecen de ellas cuando han vivido un abuso sexual.
En el libro “Moral y orden”, la historiadora Ana María Goetschel explica que la legislación sobre el aborto en el Ecuador mantuvo una línea de continuidad entre el garcianismo y liberalismo; cosa similar a la que sucede en la actualidad, pues la oposición al aborto por violación ha obrado el milagro de poner de acuerdo a los líderes de la Revolución Ciudadana y el Gobierno del Encuentro.
Si en 2013 Rafael Correa amenazó con renunciar a su cargo si se daba paso a la solicitud de algunas asambleístas de ampliar el aborto a los casos de violación; el actual presidente Guillermo Lasso no le quedó a la saga y presentó 61 objeciones al proyecto de ley de la Asamblea Nacional.
Uno de los principales argumentos del veto presidencial es que rompe el principio de igualdad ante la ley, sin considerar que quien pide acceder a un aborto por violación no estuvo en igualdad de condiciones con su victimario sino que fue sometida por la fuerza a una relación carnal sin su consentimiento, producto de lo cual quedó embarazada.
Pero, además, todas las objeciones del Ejecutivo contravienen el artículo 3 de la Constitución vigente, que determina que son deberes primordiales del Estado garantizar, sin discriminación, el goce del derecho a la salud, así como también que la ética laica debe regir el quehacer público y el ordenamiento jurídico de la nación.