Los hombres de Estado, los analistas políticos y los académicos reconocen, cada vez más, que hay una conexión como de causa a efecto entre la honestidad de un gobierno, su estabilidad y la prosperidad del país.
La gobernabilidad puede ser un objetivo que se consigue mediante el trabajo de instituciones sólidas y eficaces, en un contexto legal claro y sencillo en el que los poderes del Estado ejercen sus funciones con independencia y mutuo respeto, y con una administración seria y preparada. Pero puede también ser concebida como un “método de gobierno que propicia la participación popular, basado en el consenso, responsable, transparente, adaptado a las necesidades, eficaz, equitativo, integrativo y conforme con la regla del derecho. Tal método garantiza que la corrupción se reduzca al mínimo, que se escuche y se tome en cuenta la opinión de las minorías al momento de tomar decisiones, incluidas las voces de las personas más vulnerables de una sociedad”. Esta última es la definición usada por la ONU en sus actividades de cooperación internacional.
La gobernabilidad se reconoce por sus métodos y sus resultados. Su límite más amplio exige el irrestricto respeto de los derechos humanos, es decir de la dignidad de cada persona. La gobernabilidad es el corolario de una vida social basada en principios sólidos, a los que todos asienten, por convicción o tradición, cuya observancia confiere progresiva eficacia a las instituciones. Así, en un esfuerzo sostenido se va forjando la democracia. Por eso se ha dicho que la democracia se construye mediante un proceso continuo o no se construye nunca. Las democracias impuestas son, en realidad, otra cara del totalitarismo.
Contra esta visión de una vida en comunidad conspiran las maniobras políticas interesadas, las denuncias que no se prueban y las denuncias que no se investigan, la despenalización del delito y la penalización de las ideas distintas a las propias, los abusos de poder y, sobre todo, la constatación de la corrupción. Se dice que el país pierde, a causa de la corrupción pública y privada, algo más de tres mil millones de dólares anuales. Pero no es la pérdida económica lo que más cuesta al país: es la progresiva destrucción de esos principios y valores en los que se fundamenta una sociedad para vivir en democracia y construirla con ética.
El pueblo, que observa como se van sacando a la luz escándalos en algunas actividades del Estado, se sorprende porque los delincuentes flagrantes salen libres. Percibe una aplicación sesgada de la ley y llega a desconfiar del Estado.
Por eso es indispensable que la lucha contra la corrupción sea transparente y eficaz.
De lo contrario, se comprometen la gobernabilidad, la estabilidad de los gobiernos y la prosperidad de la nación.