No siempre la gloria llega con la victoria. Algunas veces se la arranca a la adversidad. Quizá esta gloria sea la más grata y auténtica. Así sucedió el 2 de agosto de 1810 y el 2 de agosto de 1941: dos días de luto pero, sin duda, de inmensa gloria.
El 2 de agosto de 1810 un grupo de valerosos quiteños asaltó el cuartel del Batallón Real de Lima con el propósito de liberar a los líderes patriotas que, el 10 de agosto del año anterior, destituyeron al Presidente de la Real audiencia de Quito, conde Ruiz de Castilla, y organizaron el primer gobierno autónomo de las colonias americanas de España. Las tropas realistas rechazaron el asalto y eliminaron a la mayoría de los atacantes; luego asesinaron a los patriotas encarcelados y, después de tan atroz crimen, se lanzaron a saquear la ciudad cuyos habitantes no se acobardaron y la defendieron heroicamente, utilizando sus herramientas de trabajo: machetes y hachas y otros objetos contundentes como piedras, ladrillos y maderos. La sangrienta lucha sólo se detuvo cuando el obispo de la ciudad salió a las calles llevando en sus manos un crucifijo.
El Batallón Real de Lima y las tropas venidas del Virreinato de la Nueva Granada ocupaban la ciudad mientras se tramitaba un juicio amañado contra los patriotas del 10 de agosto de 1809, juicio del que se decía terminaría en una sentencia a muerte. Al conocerse tan terrible amenaza, se produjo el asalto al cuartel del Batallón Real Lima, con el trágico desenlace. En los partes militares se habló de alrededor de 300 quiteños muertos y de una cifra equivalente de militares realistas caídos.
El religioso chileno padre Enríquez, testigo de los hechos, conmovido y asombrado por el valor de los quiteños, promovió la colocación de una placa en el faro de Valparaíso, con esta inscripción: “Quito luz de América”.
Durante la invasión peruana de 1941, el joven subteniente Hugo Ortiz, comandante del destacamento Santiago, en la orilla sur del río de ese nombre, escuchó el 1 de agosto disparos del ataque peruano al destacamento al otro lado del río, donde confluye el Yaupi. De ese destacamento se incorporó un soldado que había logrado evadirse, quien le informó del ataque perpetrado por alrededor de doscientos soldados. Él arengó patrióticamente a sus ocho soldados, con los que fortificó al máximo las trincheras para oponer al invasor la mayor resistencia posible. Ordenó consumir las aves de corral y dispuso que vistan lo mejor que tenían entre los deshilachados y viejos uniformes: “un soldado ecuatoriano aún de muerto debe infundir respeto”. Y cuando en la mañana siguiente los peruanos atacaron, los repelió con total determinación, y, ante sus llamadas para que se rinda, estaban conscientes de su absoluta superioridad, les contestó: “Un soldado ecuatoriano nunca se rinde” y siguió disparando hasta morir. Los peruanos, impresionados por su valor, tuvieron la hidalguía de sepultarlo con honores.