La globalización es un tema omnipresente a nivel planetario. No es sencilla, sin embargo, su caracterización, porque se la considera como un fenómeno ambiguo y polivalente, que influye en ámbitos políticos, económicos, sociales, culturales, pero que carece de normas específicas reguladoras de su acción. Varios tratadistas se han ocupado del asunto y son diversos sus criterios.
El autor alemán Ulrich Beck, en su obra ‘¿Qué es la globalización?’, ensaya una definición. Afirma que “son procesos en virtud de los cuales los estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, identidades y entramados varios”. David Held sostiene que la soberanía política se torna obsoleta por la globalización e internacionalización de los procesos de decisión política. James Rosenau opina que el Estado nación debe compartir escenario y poder global con organizaciones internacionales y empresas transnacionales. Gilpin se acerca a la visión ortodoxa de la política internacional cuando afirma que los estados están unidos y que la globalización solo es posible con permiso tácito de los estados nacionales.
Con estos antecedentes cabe preguntarse en qué medida se afecta la soberanía, que tiene una amplia trayectoria histórica. Esta se inició en el Renacimiento europeo, entre los siglo XV y XVI, con la formación de los Estados nacionales. No existió, por tanto, ni en la antigüedad ni en la edad media: en el primer caso, porque los centros imperiales eran entes de dominación política y, en el otro, por la dispersión del poder político en el régimen feudal.
En su formulación conceptual prístina, fue el jurista francés Juan Bodino quien incorporó la noción de soberanía a las ciencias sociales, en el siglo XVI. Le asignó un rango absoluto y origen divino. Los monarcas recibían su poder de Dios, con todos los derechos, mientras al pueblo le correspondían todos los deberes. Pero ese es ahora apenas un dato histórico, dentro de un cuadro evolutivo que radica la soberanía en el pueblo, según doctrina de tratadistas de renombre.. El Estado moderno es una entidad política que se gobierna plenamente a sí misma, con autonomía e independencia, en el marco de la comunidad internacional. Y la soberanía tiene una doble connotación: internamente es la autoridad suprema del poder público y atributo esencial del Estado, que no reconoce poder superior al suyo. En la esfera de las relaciones internacionales, la independencia es sinónimo de soberanía, que no admite injerencias foráneas en asuntos de su jurisdicción interna, a la luz del principio de la igualdad jurídica de los estados.
En consecuencia, no se puede vulnerar dicho principio en nombre de la globalización. La propia soberanía, dentro de su normativa jurídica y de cara a la dinámica de los tiempos, se ha transformado y admite una instancia supranacional en temas como derechos humanos, democracia e integración.