La globalización y nosotros

Resulta común entre ciertos intelectuales despotricar contra la globalización a la que se le atribuye nocivas influencias que llegan con ella; entre estas, la exacerbación del consumismo, un estilo posmaterialista de vida y una inminente despersonalización cultural. La globalización se presenta como una manifestación posmoderna de los procesos económicos, tecnológicos y comunicacionales cuyo modelo de civilización y supremo valor son los intereses del mercado. La globalización y el nuevo orden del mundo no es sino el último capítulo de una vieja historia de enfrentamientos entre las metrópolis y las periferias; la larga mano del imperio que, a través de ella, busca mantener su secular hegemonía. No es raro, entonces, que el fenómeno globalizador despierte viejos temores en sociedades como las latinoamericanas que, no obstante haber soportado largos períodos de colonización, han logrado conservar sus identidades y costumbres ancestrales.

Los países que lideran el proceso globalizador (EE.UU., Europa, Japón) presentan rasgos políticos y sociales semejantes, propios de sociedades abiertas, peculiaridades sin las cuales la revolución informática no hubiese sido posible. He aquí algunos: capitalismo democrático; cosmopolitismo; libre comercio; libre movimiento de capitales, bienes y personas; la libre expresión de ideas. Para bien o para mal, todo caracteriza al siglo XXI. Por el contrario, las sociedades en las que aún impera el colectivismo, la economía dirigida, el autoritarismo del poder central, el fundamentalismo ideológico o religioso, las restricciones a las libertades individuales, el control del Internet y las redes sociales (rasgos que individualizaron a ciertas sociedades del siglo pasado) miran la globalización como amenaza. No es raro, entonces, que tanto la aceptación como el rechazo de la globalización estén cargados de apasionamiento ideológico, ingratas reminiscencias del pasado histórico y desconfianzas. Si para unos, la mundialización de las comunicaciones abre un camino a la consolidación de un mundo interconectado, sustento del diálogo entre naciones multidiversas; para otros, resulta ser una amenaza a las identidades de países periféricos a dicho fenómeno, un desafío a la estructura de la Nación-Estado, sostén de las culturas locales.

Más allá de adhesiones o rechazos que la globalización despierte en nosotros, este es un hecho indiscutible en el que, nos guste o no, estamos embarcados, pues no hay persona medianamente integrada a la modernidad que no utilice la TV satelital, la telefonía móvil, el Internet, etc. Lo sensato es aprovecharla para enriquecerse acercándonos a otras culturas y saberes diferentes, aceptando lo que trae de útil y bueno (que es mucho) y eludiendo el ruido y la basura que, como en toda obra humana, nunca faltan.

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