La gente obedece por convicción, interés, temor o costumbre. Esos son los factores en torno a los cuales se estructura el sometimiento político, social, religioso o cultural. En cierta forma, las sociedades son métodos de inducción de la conducta individual y complejas estructuras entre cuyos resquicios la libertad se mueve con dificultad. Los derechos son trincheras de autonomía cada vez más escasas y difíciles de preservar.
Una idea política prevaleciente en la cultura occidental ha sido “legitimar” la obediencia, es decir, dotar al poder de razones morales, fundamentos racionales y explicaciones doctrinarias que eliminen o, al menos, neutralicen el sabor a servidumbre que tiene la obediencia. La legitimidad apunta a racionalizar los sistemas políticos, a ennoblecerlos si se quiere. La democracia se sustenta en la legitimidad basada en el origen popular del poder, es decir, la capacidad de mandar radica en la comunidad y en sus sistemas de delegación a la autoridad. El Estado de Derecho liberal dice que la legitimidad consiste en la sujeción a la ley que articula los derechos y pone límites al poder.
Las dictaduras y los gobiernos autoritarios le apuestan al miedo como primer factor, y a veces único, de obediencia. La racionalidad desaparece como argumento y se impone la simple y brutal necesidad de sobrevivir. El temor a la cárcel, la persecución o la muerte reemplaza toda posibilidad de debate, y a todo espacio para pensar, disentir o resistir. El silencio, cuando no el aplauso y la alabanza al líder, hacen de esas sociedades extrañas realidades sin humanidad, sin alegría, sin iniciativa, entregadas a la tarea de cumplir prontamente lo que el poder dispone, agobiadas por la propaganda; algunas viven incluso envenenadas por la delación. Sociedades de seres cabizbajos y de burócratas prepotentes, de desfiles y de purgas.
El socialismo real y el fascismo son evidencias dolorosas del uso refinado del factor miedo como argumento político para afianzar la servidumbre. La inquisición lo fue con sus autos de fe públicos y “ejemplarizadores”. Los soviéticos alcanzaron increíbles grados de refinamiento. Quedan como testimonios vivos del uso del miedo como eficiente argumento del sistema político la Cuba de Castro por la que tantos intelectuales latinoamericanos siguen suspirando, y queda el vergonzoso régimen de Corea del Norte, la Venezuela de Chávez y Maduro, y la Nicaragua de Ortega.
El miedo como factor de imposición, el miedo como estilo, está incluso en la base de algunos sistemas legales. El miedo como perversión está en no pocas formas de gobierno. Y está también el miedo de los déspotas al pueblo, el que explica por qué el gobierno de Cuba corta el internet y reprime a la gente ¿Hay alguna legitimidad en el miedo?