Si algo expresa magistralmente el genio y la figura de los poderosos; si algo cuestiona desde la broma; si algo zahiere desde el humor; si algo sintetiza a personajes y dramas en la instantánea verdad de la carcajada, es la caricatura. Más que los textos, más que los discursos, la caricatura encapsula un tema, plantea un punto de vista y, a la vez, sugiere una sonrisa. Porque hay derecho a sonreír.
La caricatura es una sui géneris forma de opinar desde la rotunda descalificación de las reverencias, porque la buena caricatura será siempre eso, irreverente, nunca vulgar ni grotesca. El humor no puede caer en la burla tosca, y allí está, precisamente, la genialidad del caricaturista para distinguir la tenue línea entre la broma y el insulto, entre el chiste y el vituperio.
Hay caricaturas demoledoras que han hecho historia, que han congelado al poder en el gesto, a la “autoridad” de pontífices de toda laya en el rostro agrio, o en el dedo que amenaza. Hay caricaturas que duelen sin ofender, que cuestionan sin decir y que suscitan desde el silencioso testimonio de los trazos. Pero, para cargar de certeza y de crítica al dibujo, hay que interpretar un momento, capturar un tema y meterlo en el recuadro que encierra al personaje y a su circunstancia, y que desnuda su verdad.
La caricatura es opinión, y es expresión de libertad que se hace desde la risa o, al menos, desde la sonrisa; es capacidad para enfrentar, con el lápiz o el pincel; es habilidad para demoler los oropeles que constituyen el entorno de sacralidad tras el cual todo poder se escuda. La caricatura es opinión como cualquier otra, pero es más difícil de replicar, porque los rasgos, a veces demoledores, tienen el blindaje del humor. Y perseguir al humor, satanizar a la broma, significa llegar a los extremos de la intolerancia. ¿Se puede rebatir a la carcajada?
De la caricatura, lo que me gusta es no solo la certeza de los trazos y el burlesco planteamiento de las circunstancias y sus protagonistas; me gusta, además, el atrevimiento, que es forma de expresar la libertad, me gusta la apelación a la sonrisa como recurso para desarmar solemnidades. Los buenos caricaturistas saben cuidar esos detalles, en el ingenioso ejercicio de atrapar al personaje en la incómoda posición en la que nadie quiere ser fotografiado. Y esa es la tarea de la picaresca.
Hay la caricatura de los rostros y la caricatura de los gestos. Pero cualesquiera que fuese, siempre me ha intrigado cómo se ejerce ese genial recurso, cómo se acentúan los rasgos, cómo se pone en evidencia el oropel de las vanidades y la barroca ostentación de los disfraces. Es que la caricatura quita los maquillajes y permite, con la apelación a la sonrisa, aludir a la verdadera índole de las almas y al secreto escondido tras el ceño.
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