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En esta época en que el mundo cristiano celebra el nacimiento de Cristo y el calendario occidental pasa de un año a otro, es bueno reflexionar sobre la generosidad, en sus varios niveles.
En el primero y más simple, la generosidad consiste en dar lo que a uno le sobra, como hace el hombre rico que envía obsequios a niños pobres, o hacemos quienes donamos ropa vieja y comida enlatada a las víctimas de una catástrofe, generosidad loable, que ayuda de lado y lado porque mitiga carencias y sufrimientos, y al mismo tiempo permite que la persona generosa tenga una buena imagen de sí misma.
Luego, hay la generosidad de quienes donan parte de lo que necesitan, reconociendo que otros también lo necesitan y compartiendo lo que no les sobra. Muchos estudios dan fe de la enorme generosidad mutua entre personas pobres, y la explican a base de, entre otros motivos, una mayor sensibilidad, nacida de la experiencia, ante las angustias, y una mayor conciencia de que si hoy necesita el uno, mañana podrá necesitar el otro. Esta generosidad también es valiosa expresión de la capacidad humana para la empatía, que ayuda a millones a sobrellevar cargas y carencias que de otra manera tal vez no pudieran soportar.
En un siguiente nivel de profundidad está la generosidad que significa real sacrificio, un renunciamiento a la propia comodidad o al propio bienestar para lograr que otros satisfagan sus necesidades. Tendemos a asociar esta clase de generosidad, que vemos como heroica e inspiradora, con seres extraordinarios –la Madre Teresa de Calcuta, por ejemplo- o con condiciones extraordinarias como la de una madre que, en un accidente, sacrificaría su propia vida para salvar la de su hijo.
La generosidad más profunda de todas, y la que nos resulta más difícil, es la generosidad emocional. Puede surgir, o no, cuando se da un conflicto con otra persona, cuando nos dice algo que nos duele, o nos molesta con algo que hace o que deja de hacer, y sentimos irritación, frustración, ira. En esos momentos, enfrentamos la opción de ser emocionalmente generosos y “perdonar a los que nos ofenden”, o de actuar duramente, reclamar, levantar la voz, y más bien ofender a los que nos ofenden, precisamente porque nos ofenden.
La mayor oportunidad para ser emocionalmente generosos surge con los seres para quienes nuestras expresiones de bondad pueden hacer una gran diferencia: cuando nuestra pareja, un hijo, una abuelita, un amigo necesita que le obsequiemos un poco de nuestro tiempo y de nuestra atención, y nosotros tenemos alguna otra prioridad que tendríamos que poner de lado para satisfacer lo que con frecuencia es tan simple como su necesidad de amor.
En esos momentos, en los que podemos, o no, vencer nuestro intuitivo egoísmo, que es difícil de vencer, podemos, o no, ser bellamente generosos.