Un gran progreso político para la humanidad fue aquel invento de los liberales norteamericanos y europeos del siglo XVIII: la despersonalización de la autoridad; la idea de que el poder no era atributo divino de una persona, ni virtualidad mágica de un caudillo, sino una institución, una facultad que nace de la gente y se radica en los órganos del Estado, que deben ser ocupados transitoriamente por un personaje que administra potestades que no son suyas. Esa idea implica que el gobernante no es dios ni mago. Es un simple y transitorio encargado de hacer las cosas como la comunidad dispone, nada más.
La consecuencia más importante de esa revolución conceptual y práctica fue que la autoridad dejó de ser propiedad del “rey sol”, que ya no era producto de la revelación divina, ni de la magia –o carisma- del caudillo, que oficiaba de sacerdote en la misa política, ante la masa deslumbrada de los feligreses. La consecuencia para los poderosos fue el desagradable descubrimiento de que el poder no era propio, que venía de la gente y se radicaba en una entidad jurídica –el Estado-; que tenía límites, y que, por ser ajeno, su ejercicio acarreaba responsabilidades y consecuencias; que había que rendir cuentas, y que la fuente inmediata del poder era la ley, y no el capricho o la convicción del jefe supremo. Se rompió así aquella “trilogía de la dominación”, que durante tanto tiempo asoló al mundo: la santísima trinidad de la fuerza, constituida por el caudillo o el rey, los cortesanos y los creyentes. El caudillo dueño del carisma, los cortesanos rodeando al oficiante y aprovechándose del poder, y los creyentes obedeciendo y pagando los tributos. Latinoamérica es el continente del pasado, regresivo como ninguno. Y es aquí donde se ha refugiado la vieja tendencia caudillista. Es aquí donde persiste la personalización del poder, la identificación del Estado con el caudillo, del derecho con la orden del jefe, de la obligación con la servidumbre. Es aquí donde sobrevive la magia política disfrazada de ideología, camuflada de revolución y hasta vestida de democracia. Es aquí donde han prosperado desde Trujillo hasta Castro, desde Gaspar Rodríguez de Francia, en el antiguo Paraguay, hasta el ‘gendarme necesario’, Juan Vicente Gómez, déspota venezolano que gobernaba entre vacas y gallos de pelea.
Curiosa regresión: a América Latina siempre le nacen ‘gendarmes necesa rios’, bajo la tradición de la mano fuerte. El caudillismo es una supervivencia colonial, que tomó fuerza con la independencia. Y que sobrevive pese a todo.
Lo grave es que si se identifica al caudillo con el Estado, a la constitución con su vestuario, al destino con su retórica, cuando el personaje enferma o muere –Chávez, Castro y los demás- comienza otro capítulo. El que concluye siempre deja huellas de represión, de libertades suprimidas, de quiebra, cuando no de muerte.