Algunos dirán que si se reduce el gasto público corriente en la nómina de la burocracia, el desempleo subirá, habrá menos personas que puedan consumir con lo que el estancamiento económico podría profundizarse. Otros podrían opinar en el sentido que si no se baja el gasto público en mayor proporción, el déficit fiscal no se reducirá en las magnitudes necesarias con lo que la dependencia de mayor endeudamiento público tampoco mejorará. Podrían otras visiones decir que si el gasto fiscal se contrae de forma abrupta para reducir el gasto público, la economía entrará en una recesión severa, con lo que el desempleo aumentará. Sin duda habrá posiciones donde se recalque que no es suficiente reducir el gasto público de manera moderada sin acompañar la medida con otras de ingresos como aumentos impositivos. Esta posición, podría ser advertida como un error de política económica, pues imponer más impuestos en etapa recesiva es una equivocación.
Es también probable que se insista en generar mayores ingresos fiscales a través de una revisión de los subsidios, en especial, los inherentes al precio de los derivados de petróleo. Sobre esta sugerencia, otros opinarán que esa opción es políticamente un error, pues la debilidad del Gobierno no permitirá retomar la revisión de esos precios así como también constituiría reanimar protestas sociales, como las registradas en octubre del año anterior. Habrá también propuestas para bajar el gasto corriente en el pago de intereses de la deuda pública externa e interna, a través de una renegociación o reperfilamiento de las obligaciones. Esta iniciativa, se podrá también opinar, es muy difícil de vender o transmitir adecuadamente a los mercados sobre todo internacionales, pues puede entenderse como un mayor riesgo de un eventual “default” o moratoria de deuda futura, con lo que se empujaría aún más el riesgo país, con todos los bemoles que esto ocasiona.
Mucho de lo anotado es cierto, mas si se observan todos los “peros” a estas acciones y propuestas, puede haber la tendencia a no hacer nada, pues cualquier decisión podría tener secuelas negativas en una u otra dirección, en cuyo caso la salida más “fácil” será postergar las decisiones para un siguiente gobierno o levantar nueva deuda sin importar las condiciones y atender lo que más se pueda hasta que el período presidencial termine.
La peor decisión es cruzarse de brazos y no hacer nada. Lo perfecto es enemigo de la bueno. Es imposible gobernar con el miedo permanente de reacciones de determinados sectores o a protestas populares. El Gobierno, amparado en la Constitución, debe hacer lo que el país necesita, así le falte un día de administración. Lo correcto será siempre adoptar decisiones combinadas y equilibradas pero firmes y perseverantes, sin perder el norte de la estabilidad y la recuperación económica.