‘Están locos, ¿qué hacen allá afuera? Que se vayan a trabajar, a hacer algo de provecho’, bromeó Gabriel García Márquez al referirse a los periodistas que hacían guardia en el centro médico de México DF en el cual se recuperaba de un quebranto de salud, pocos días antes de su muerte. Tenía 87 años y seguía pendiente del oficio con el que mantuvo un romance eterno.
La segunda ocasión en que pude estrechar su mano fue en septiembre del 2006, en Monterrey. Era la figura más importante en las reuniones que solía hacer en esa ciudad mexicana la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano -que él fundó en Cartagena de Indias en 1994- para premiar a lo mejor del periodismo y para discutir a fondo sobre el oficio. A esas alturas, ya no participaba en los acalorados debates ni los asistentes podían darse el gusto de escuchar sus lecciones sobre aquel periodismo imbuido de imaginación y color que él consolidó como una línea de trabajo en la región.
La primera vez fue en La Habana, a comienzos de 1994, durante la entrega de los premios Casa de las Américas de ese año. Después de la ceremonia se paseaba tras bastidores con un traje de color claro muy parecido al que describe Plinio Apuleyo Mendoza cuando recuerda a ese costeño de 19 años que hacía sus primeras apariciones en los tristes bares bogotanos de la época.
Un periodista ecuatoriano que trabajaba en la capital cubana me invitó a acercarme para una entrevista que él y un colega mexicano querían hacerle sobre la situación del momento, quizás el peor para Cuba tras la caída del Muro. Unos minutos después el mexicano se alzó con su botín, mientras que el ecuatoriano insistía en preguntar, hasta cuando el Nobel lo cortó: ‘Oye, ¿nunca te enseñaron en la universidad cuándo debes dejar de preguntar?’.
Para entonces él estaba escribiendo uno de sus trabajos periodísticos más sobrios, ‘Noticia de un secuestro’, que da cuenta del malhadado período de la historia colombiana en que el Estado y la sociedad quedaron a merced de narcotraficantes y paramilitares. Lejos quedaban las crónicas y reportajes de los cincuenta que le sirvieron para ratificar su amor por el lenguaje como un gran ejercicio creativo, preludio de sus obras literarias maestras.
Hay que decir que no todas sus lecciones de periodismo fueron buenas, y eso resulta notorio cuando se constata en la primera parte de su autobiografía (en la cual se rinde a la grandilocuencia de su estilo novelesco) que cometió omisiones informativas a favor de su gran amigo Álvaro Mutis, o que forzó la realidad para que empatara con lo narrado.
Pero admitámoslas como licencias frente a su gran aporte al periodismo como un ejercicio creativo para representar una realidad que está por debajo de la epidermis; al periodismo como un oficio que se niega a rendirse ante los límites que neciamente le impone el poder.