La fiesta inaugural del Mundial de Fútbol Brasil 2014 rompe el celofán de un espectáculo que tendrá sobre sí los ojos del planeta durante 31 días, en medio de una gran crisis .
La fiesta, la protesta, el contraste. Mientras las selecciones de cinco continentes se disputan sobre la gramilla de 12 estadios, símbolos de la grandiosa arquitectura, su misma construcción y el derroche de hasta USD 15 000 millones en sus obras, infraestructura en las ciudades sede y detalles de organización, son la piedra de toque en uno de los países de mayor crecimiento, que se tienen como importantes, considerado emergente pero que a la vez arrastra una gran inequidad y tiene millones de pobres.
A tal punto ha subido el tono de las protestas, huelgas de transporte e indignación patente desde hace más de un año, que la propia presidenta Dilma Rousseff ha decidido quedarse en casa y no asistir a Sao Paulo para evitar incidentes durante la ceremonia inaugural antes de que el ‘scratch’ de Brasil dé el puntapié inicial en el partido inaugural. Todo un matiz, el país amante del fútbol protestando a viva voz contra la mayor fiesta del fútbol.
Las críticas al gasto enorme que sale de las arcas fiscales de un Brasil lleno de urgencias, el poder transnacional -supranacional, se diría de la FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociación)-, vuelve al Mundial una cita costosa, el festín de empresarios y contratistas del mercado multimillonario de pases y miles de periodistas y medios pendientes dan la medida del contraste colosal: la fiesta planetaria en un país en crisis.