El fútbol nunca ha sido un deporte totalmente limpio: se considera aceptable que los jugadores pateen al rival y también que finjan ser agredidos. Si no es a patadas, los jugadores suelen escupirse, insultarse o disputar la pelota a dentelladas.
Durante el último Mundial, el delantero uruguayo Luis Suárez mordió en el hombro a un rival. En vez de ser una falta que le impida jugar profesionalmente de por vida, aquella agresión fue, para millones de fanáticos, una muestra de valor indiscutible que hizo aquel futbolista. Ahora mismo, Suárez se apresta a jugar la final de la Champions League, como si nada hubiera pasado.
Es que el fútbol siempre ha cultivado prácticas poco deportivas. Basta que un equipo anote el primer gol para que comience a quemar tiempo de cualquier forma: demorándose en los saques de línea o en los saques de portería; pasándose el balón sin atacar al arco rival o retardando el partido con cambios
de jugadores que abandonan la cancha con calculada parsimonia.
Cuando están en el área chica, es común que los delanteros se arrojen gratuitamente al suelo, buscando que el árbitro les conceda un penal. Cuando eso ocurre, los compañeros de equipo se felicitan desembozadamente.
Y cuando convierten el penal, los jugadores celebran ese gol como si hubieran realizado una verdadera proeza física, olvidando que la probabilidad de yerro de un tiro como aquel es bastante baja.
Estos comportamientos opacos son tolerados –o incluso auspiciados– por la mayoría de los millones de hinchas que financian este deporte con el dinero que pagan por mirar los partidos en los estadios o por TV.
Hace poco veía un documental producido por ESPN, donde se demostraba que los manejos poco claros del dinero de la FIFA son un secreto a voces desde la época del brasileño João Havelange. (Blatter no hizo otra cosa que superar con creces al maestro).
Si esto ya se sabía desde hace tanto tiempo, ¿por qué las autoridades europeas no hicieron nada al respecto? Porque los verdaderos dueños de ese deporte, que son los hinchas, siempre han tolerado la opacidad, dentro y fuera de la cancha.
Así que no es sorprendente sino, más bien, lógico que el mayor –y, hasta ahora, el único– intento por eliminar la corrupción de la FIFA provenga de un país donde el fútbol es un deporte secundario.
Muchas cabezas rodarán durante el transcurso de esta investigación. Seguramente la de Blatter también, a pesar de que haya conseguido reelegirse nuevamente. Más allá de los personajes que ahora mismo protagonizan esta trama, el fútbol solo quedará libre de la corrupción generalizada cuando los hinchas exijan a los jugadores y a sus equipos que comiencen a jugar limpio de una vez y por todas.
@GFMABest