A inicios de semana se cumplieron 10 años del atroz ataque protagonizado por extremistas islámicos en contra de personas inocentes que fueron el blanco de una demencial acción auspiciada por el fanatismo y el odio. Así funcionan los extremistas que, por fuera de la razón, quieren imponer sus verdades o credos a través del terror. A partir de esa fecha el mundo cambió ostensiblemente, no sabemos si necesariamente para mejor. Fue el argumento para el inicio de una guerra que, así hubiera estado inspirada en motivos que a esa época convencieron a más de un país para intervenir militarmente, a la final ha engendrado más odio y resentimiento. Pasada una década en Afganistán no existe aún una autoridad realmente constituida que gobierne, allí donde algunos de los jefes tribales cercanos a grupos extremistas dominan importantes territorios. Las fuerzas de intervención no han logrado los objetivos y, más bien, se percibe un permanente incremento de la fuerza talibán. Entre sus vecinos, grandes segmentos de la población simpatizan con los extremistas, como se pudo apreciar cuando se encontró el escondite del autor intelectual de semejante atentado, confirmando que el odio permanece incólume.
Ese evento no es sino la muestra patente de a dónde puede conducir la ceguera y el fanatismo. A través de la historia, diversos han sido los pasajes en los que ha primado la intolerancia. La cultura occidental no ha sido ajena a estas prácticas. Sin embargo, la evolución humana nos ha llevado a apreciar en sumo grado ciertos valores que ahora consideramos consustanciales a todas las personas. Que estos se violenten por ideas, proclamas, doctrinas, creencias o por cualquier otra razón, simplemente resulta abominable.
A lo de Nueva York siguieron otros ataques. Luego se sucedieron en Londres y Madrid. Por otras causas, también execrables, se produjeron en Noruega. Esta escalada conduce a que todos desconfían de los demás. En vez de construir un mundo más amplio logramos que cada estado e individuo se atrinchere en su propio reducto, que gane la desconfianza, que se sospeche del que piense diferente. Se construyen muros y se acentúan las diferencias. El resultado es un mundo más áspero y hostil, no solo hacia afuera sino aún dentro de cada individuo.
Estos son los riesgos de las verdades reveladas y de los dogmatismos. Sus cultores, caracterizados por ser refractarios a admitir otras tesis que no sean las suyas, terminan por destruir su entorno en vez de edificar para el futuro. Su intolerancia genera reacciones que luego dan pie a una interminable cadena de acciones que, a su vez, pueden alcanzar a ser tan condenables como las que se dicen combatir. Lo seguro es que a nada conducen estos desencuentros. Peor aún donde las diferencias no son tan profundas , pero en las que se apela a ellas con fines inconfesables. Tales actitudes, en esos casos, son imperdonables.