Marco Antonio Rodríguez
El fugitivo
1950. Un pueblo de Ohio, EE. UU. Un dentista, Sam Sheppard, adormilado en un sillón del pórtico de su casa, escucha la voz entrecortada de su mujer. Amodorrado, acude a su llamado y la halla con el pijama enroscado en su cuello. Al oír un estropicio en la sala, alcanza a ver a un hombre grueso, con un solo brazo, fugándose desaforado por la puerta principal, hasta desvanecerse en la lobreguez de un lago cercano.
Nadie creyó en el testimonio de Sheppard. Los vecinos decidieron que la pareja vivía un infierno que atizaba con escandalosos griteríos. El policía encargado del caso encumbró su nombre con pruebas en contra del sospechoso, suficientes para ser sentenciado a cadena perpetua.
Esta historia sirvió para una célebre serie televisiva, El fugitivo, “parteaguas de la historia de la televisión”. David Jansen, que encarnó al convicto Richard Kimble (así se llamó el fugitivo en la serie), huyendo para hallar al verdadero asesino, acumuló fama y fortuna. El mundo se silenció para ver el episodio final. Millones de televidentes ansiosos por saber qué pasó con Kimble se recogieron en sus viviendas. Tributo a ese valor humano inajenable que llamamos justicia.
La serie siguió convocando la atención. Cineastas amantes de las trepidantes historias de acción. En los 90 se estrenó un largometraje con Harrison Ford como el médico falso culpable y Tommy Lee Jones como el implacable alguacil.
Las fugas de los miembros de las mafias político-criminales que flagelan nuestro país dan para una serie de esta naturaleza. La más reciente: una persona sentenciada por corrupción, fugada de la embajada donde la acogieron. Agasajo la víspera de su huida. El representante de ese país, insolente y bocazas, mofándose del nuestro, enredando su vileza tramada al amparo del orate prófugo que saqueó a nuestro pueblo y sigue esparciendo su odio en sus protervas apariciones.
Quien plasme este relato tendrá que develar la miseria humana de los operadores de la debacle de sus pueblos.