El Gobierno ha reconocido que hubo una matanza en las profundidades del Yasuní, en marzo de este año. Bien. Tarde. Pero bien. Lo que no ha hecho público aún es alguna responsabilidad del Estado -y sus funcionarios- en toda esa situación. Toda ha recaído exclusivamente sobre los waorani. Sigue siendo un problema entre ellos, entre indígenas enemistados, en donde el Estado tiene poco que ver, ni en las medidas de protección ni en las medidas de precaución.
El fin de esta historia, si es que puede llamarse este el fin y no el principio de otras violencias, deja un largo y empedrado camino para la construcción de la paz.
El Estado, libre de cualquier posible reclamo de la CIDH o de otros organismos internacionales de derechos humanos, sale victorioso, ha cumplido con su responsabilidad y se muestra firme dando señas claras de justicia a la sociedad civil.
Aunque para ello, las últimas acciones traigan más conflictos de consecuencias impredecibles: los waorani, a quienes dieron durante ocho meses señales contrarias y confusas, quedan ahora enfrentados entre sí en las comunidades y, además, complicados por las divisiones internas de su organización. Queda una niña sicológicamente afectada, metida sin saber cómo ni por qué, en un instrumento del diablo (helicóptero) y violentada por segunda vez en su corta vida, revictimizada y nuevamente, como trofeo, pero ahora del Estado que acaba de salvarla. Quedan seis detenidos acusados de algo que difícilmente pueden comprender (genocidio), y otros nueve, asustados, esperando que vayan por ellos o, quién sabe, buscando esconderse en el monte y esconder también, a la niña menor. Unas familias, de dos comunidades pequeñas, sin sus proveedores, sin posibilidades para ver a sus familiares en la cárcel de Sucumbíos, pidiendo ayuda para transporte, alimentación, hospedaje, abogado y demás necesidades y urgencias, sea a la compañía petrolera, sea a algún ente estatal. Y queda una Comisión, creada para dar recomendaciones sobre el manejo del conflicto y sobre medidas efectivas de protección, apagando los últimos incendios.
Los temas de fondo, incluidos las ventas de municiones y armas, los sobrevuelos que arrojaban cosas y comida, de los que habló un día el Fiscal, los fallos del Plan de Medidas Cautelares, pasarán, de a poco, a las páginas del olvido, y solo se recordarán si algún otro hecho violento se diera en la selva (esperemos que no, crucen los dedos).
Esta, la versión selvática de la obra de Lope de Vega. Ningún mecanismo del Estado ha errado; ni los antropólogos tan conocedores del mundo waorani; ni los ambientalistas que siguen, como si nada hubiera pasado, hablando de la defensa del Yasuní; ni los defensores de derechos humanos, que han hecho mutis por el foro. ¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, señor.