Muchos egipcios quieren democracia. No sabemos cuántos ni a qué aluden al pedirla, pero presumimos que se refieren a elecciones y prensa libre, Parlamento plural, multipartidismo y separación de poderes. Muchos egipcios están cansados del gobierno monocolor instalado en El Cairo desde que el coronel Nasser dio un golpe militar en 1954.
¿Por qué quieren democracia y libertades? En Egipto, cuando hay trabajo, está muy mal remunerado. El sistema público de salud y el de educación son pésimos. Muchas personas pasan hambre. La verdadera función de la Policía no es proteger a los ciudadanos, sino extorsionarlos o amedrentarlos. El Poder Judicial es la cueva de Alí Babá, al servicio de los poderosos. El Estado es un desastre patrullado por incompetentes y ladrones.
El problema es que la democracia y el disfrute de las libertades, aunque son bienes apreciables en sí mismos, no necesariamente resuelven la pobreza y la falta de oportunidades del Tercer Mundo. (Si los egipcios quieren ver países democráticos y pobres, pésimamente gobernados, pueden darse una vuelta por media América Latina).
Por la otra punta del ejemplo, Singapur, que era un país sin esperanzas, ha pasado a ser uno de los más ricos, cultos, sanos y desarrollados del planeta. Lamentablemente no tienen libertad, pero la sociedad parece estar conforme. El esfuerzo individual legítimo genera resultados materiales.
Egipto tiene lo peor de ambos mundos. Ni libertades ni esperanzas de mejorar. La “revolución egipcia” fue un engendro político surgido en 1954 dentro de las coordenadas ideológicas del nacionalismo autoritario, panarabista, militarista y colectivista.
El nasserismo siempre fue ineficiente y corrupto, pero tenía un eficaz discurso populista, originalmente prosoviético y antiisraelí, que con el tiempo y las derrotas militares, en época de Sadat, y más acentuadamente con Mubarak, evolucionó hacia una dictablanda pronorteamericana, anticomunista, prudentemente en paz con Israel, y cuyo gran aparato productivo lo detenta el poder político, los cortesanos a su servicio y los jefes militares que custodian el negocio y se quedan con parte de la renta. Los militares controlan las armas y (por ahora) tienen el monopolio de la violencia.
Es un clásico ejemplo de lo que Douglass North, premio Nobel de Economía, llama “sociedades de acceso limitado”. En ellas no hay meritocracia, no se alcanzan la cúpula y el éxito mediante el talento y el trabajo, ni se llega a la riqueza por el esfuerzo, el mercado y la subordinación a reglas justas. No. El triunfo se logra trenzando una sinuosa cadena de relaciones personales y compaginando intereses complementarios en detrimento de los más débiles.
Los egipcios comprobarán cuán difícil es crear una sociedad justa y próspera. Es probable que pronto descubran una nueva cara de la frustración.