El Papa volvió a demostrar en estos días que es el gran comunicador de Occidente. Un comunicador con altavoz mundial ideal para un planeta en crisis que pide parar las suntuosidades, los gastos superfluos y, en definitiva, que clama por una necesaria mayor austeridad.
Francisco se muestra radiante e infatigable, gestualmente potente, prodigando su sonrisa permanente, y brindándose a las multitudes incluso mucho más allá de lo aconsejable en materia de seguridad durante la intensa gira a Brasil.
Es un imán para las pantallas de televisión durante todos estos días y se ha ganado las primeras planas de periódicos de varias latitudes. No deja que la atención decaiga y para eso hace a un lado los formalismos: criticó los abusos de la Iglesia y le exigió que no se conforme con ser una ONG. También alienta en estilo campechano a los jóvenes a “hacer lío” en las diócesis, a ir “contra la corriente” y a luchar contra la corrupción. El uso cotidiano del lenguaje coloquial lo vuelve más cálido, amistoso y cercano.
Si alguien pensaba que la máxima institución vaticana se estaba anquilosando hundida por sus anticuados y repetitivos formalismos, tendrá que replantearse ese concepto.
Francisco es palabra y también acción. Se aleja de lo doctrinario introspectivo, frío y distante de Benedicto XVI, para zambullirse en las masas, incluso más que Juan Pablo II, con un mensaje social más comprometido. El “toque” argentino le da un plus de emoción, orgullo y familiaridad que repercute en nuestro país.
Bergoglio, como el personaje más privilegiado de la TV de estos días, estuvo muy por arriba de los candidatos descafeinados que van dando pena por programas de chimentos o humorísticos y en spots insólitos.
Como cardenal, Jorge Bergoglio daba una imagen seria y ascética, muy frugal en sus costumbres. Desempeñaba su magisterio con perfil bajo, lo cual no le impedía hablar con referentes variados. Tampoco solía quedarse encerrado en su despacho del Episcopado, sino que apreciaba tomarles el pulso por sí mismo a distintos ámbitos sociales. Puede, por eso, hablar de la pobreza no en abstracto, sino por haberla palpado de cerca.
Trasladar esa sencillez al pesado boato vaticano no es una tarea sencilla, pero lo está logrando. Después de atravesar años oscuros, por las denuncias de pedofilia, la corrupción en la banca vaticana y la burocracia creciente en la curia, 2013 será recordado como el año de la gran reacción comunicacional de la Iglesia Católica.
Primero el papa anterior, Benedicto XVI, que parecía más reconcentrado sobre sí mismo y más ortodoxo en sus valores conservadores, sorprendió con la noticia de su renuncia, un gesto moderno y de humildad que señala un camino posible para sus sucesores, el modo más simple para que las renovaciones se produzcan en la Iglesia sin tener que pasar por la senectud y agonía de su máximo conductor, como sucedió en el caso del papa Wojtyla.
Con lo febril y ejecutivo que se presenta Francisco no es difícil prever, ya naturalizado el paso al costado de Ratzinger, que en algún momento Bergoglio, sintiendo que sus objetivos de gobierno han sido cumplidos, en unos años, hasta pueda llegar a permitirse descender de la cátedra de Pedro otra vez al llano y, quién sabe, terminar sus días venerado entre los suyos en esta tierra.