No solo el tiempo desfigura y deshace los seres y las cosas, sino una energía obstinada y atroz, inacabable, que descascara todo, la violencia, connatural a nuestra especie y a todas las demás. Así concibió la vida Francis Bacon (Dublín, 1902 – Madrid 1992). Miedo y tedio. Repulsión. Amargor y oscuridad. Mórbida aprehensión de la soledad. Letal instrumento para demoler el poder, la creación visual de Bacon es una galería de criaturas y cosas cercenadas, deshechas.
“Así veo la vida, así la he vivido”, dijo Bacon. Retratos, prelados, figuras y elementos vociferantes, su arte visceral descree de todo. Los valores que podría representar la religión son abolidos por los aullidos de sus cuadros. Francis Bacon, uno de Los cuatro monstruos cardinales del libro de Marta Traba, brillante prosélito de uno de los fundamentos del siglo XX: su soledad esencial.
“Y el hedor de sangre humana me sonríe alegrando mi corazón”
La naturaleza no se libra de su ulcerante visión. Su paisaje nos conduce a la convicción de que la armonía y el abrigo del mundo ha llegado a su fin. El paisaje antes de Bacon fue el escenario para exaltar al ser humano, con él, lidia en su contra, no solo lo abandona, sino que lo sitia y hostiliza. Allí está el hombre, en uno de sus estudios, doblado, protegiéndose, inerme, solo; su cuerpo se humilla contra él mismo y la carne padece su oculta desmembración. Él congela la mirada en su ruina y nadie puede ayudarlo.
Corrosión, retorcimiento, expulsión del ser cruzan la creación visual de Bacon. La nada como el postrer horizonte (en su paisaje con el perro la extenúa hasta su vaciamiento). “No me importa la nada y no creo en nada”, señaló en su última entrevista. En 1940 empezó sus estudios de prelados que culminó con el del obispo acechado por costillares de vaca. Abundancia, voracidad, hartazgo. Y masacra el corazón de la religión con su procesión de obispos desolada y escatológica. Bajo toldos consumidos o reses partidas chorreantes de sangre, desfilan hacia ninguna parte, arropados por los morados, verdes y violetas que dominó para construir un inframundo soberbio y único.
En 1950 Bacon cercena una cabeza de prelado y la encelda en un cubo translúcido. Y sigue una hilera de prelados. Expulsados a un perpetuo confinamiento, arrancados de todo signo de vida, aposentos sin una sola hendija por donde se cuele el eco de una voz, guarnecidos de cortinajes lúgubres.
Asoman los papas, masacrados por la crueldad que el poder absoluto representa. Vestidos de regios atavíos, aparecen descoyuntados, execrados por su propia mirada que se hunde en sus entresijos. Pinta papas que fueron oficiados por otro artista (Velázquez), pero no hace “versiones” de sus telas, menos plagia; se regodea en trabajarlos con escombros, como a súcubos moribundos o putrefactos.
“Y el hedor de sangre humana me sonríe alegrando mi corazón”, es el verso de Esquilo que Bacon repetía como cantaleta: ¿principio y fin de su obra sin finales?
Hijo de un militar autoritario, mantuvo con él un vínculo turbulento. Su madre, “apacible y sombría”, disminuyó ese dolor mezcla de lejanía y atracción impúdica. Vivió asido a la sombra de su padre, solo cuando él murió pudo ser él y acceder a su desgarradora plenitud.
Como diseñador de muebles y decorador, obtuvo fama, pero fue al visitar una exposición de Picasso que decidió ser artista.
Murió desafiante y reñido con Dios, pero con miedo a la muerte. Amor y ruina. Artista poseso de una demoníaca y lúcida angustia, juez y parte de la revulsiva, falaz y banal aventura de la vida. El futuro gravitando en el pasado: ese el genio de Francis Bacon.
Solo el ser humano padece soledad. La soledad, acogida con lucidez, tortura. En un mundo de amodorrados, Bacon opera sin narcotizadores. Por eso no solo encierra obispos sino hombres comunes y corrientes. Empinados a sillones y tarimas, exudan ahogo y agobio en soledad absoluta. Son habitáculos revestidos por vidrio. Sitios desolados que colman y avasallan los cuadros y que, a la vez, en un tiempo anulado, se ahuyentan en los cortinajes.
Otro es el espacio reprimido del cubo donde el ser humano debe, porque carece de ninguna otra opción, replegarse y conservarse quieto, en exposición perpetua. ¿Celda de asceta? No. Mazmorra o jaula de un amasijo de carne a punto de maullar, gruñir o rugir.
Al pie de su bárbaro y cruel, humano y divino, demoníaco y angelical tríptico, Tres estudios para una crucifixión, reirá y gemirá el genio llamado Francis Bacon, por los siglos de los siglos.