Quieren acabar con ella. Con saña, la atacan por todos lados porque es la piedra en sus zapatos; la que estorba su carrera por la senda de la impunidad y la injusticia. Es, también, la única que –de no ser abatida– nos permitirá convivir civilizadamente. Son tantos, en varias latitudes, los que quieren acabar con la República (sí, con mayúscula). Por suerte, también somos muchos los que estamos dispuestos a defenderla.
El domingo pasado, más de la mitad de París (alrededor de un millón seiscientos mil personas, de los 2 249 975, que viven allí según datos del 2011) se juntó en la ‘Marcha Republicana’ para decirle al mundo que no claudicará en la defensa de un sistema –la República– en el que el único imperio es el de la ley, ante la cual todos somos iguales.
Y si en Europa los ataques a los sistemas republicanos están a cargo de los fundamentalismos religiosos y políticos (el problema no son solo los ataques terroristas; lo que los defensores de la ‘supremacía’ blanca hacen es igualmente un golpe de muerte a la convivencia republicana), basta con mirar en nuestro propio patio para constatar que los riesgos para la República no son menores por acá.
Un poco al norte de la línea ecuatorial, el crimen organizado –en diferentes momentos y magnitudes, en Colombia, México y Centroamérica– ha permeado con su repertorio toda la institucionalidad, que es a la vez el corazón y el sistema nervioso de la República: bandas criminales que manejan a la Policía; contubernios varios entre políticos y narcos, que cada vez se confunden más entre ellos; injusticias sin nombre en contra de los más necesitados (como los miles de migrantes “que no importan”, parafraseando el título del libro del salvadoreño Óscar Martínez, y que son vejados y asesinados de formas horribles por verdugos que nunca pagarán por estos delitos); etcétera.
Quiten esa cara de horrorizados, porque acá, en la honorable República del Ecuador, aunque no siempre de manera tan esperpéntica, la República también sufre lo suyo. Sobre su cabeza pende una sentencia de muerte: el fin de la separación de poderes. Lo que para el actual Mandatario de nuestra ‘república’ es –como lo ha dicho tantas veces y en público– apenas una mala maña burguesa (léase: la independencia y control entre los poderes; garantía de funcionamiento civilizado y justo de una sociedad) es en realidad la única posibilidad de ser un Estado viable y no una masa informe de mamíferos envalentonados y descontrolados.
Ya ven, no es invento mío; estamos presenciando los ‘rounds’ decisivos de la que será seguramente la pelea del siglo: La República vs. Resto del Mundo. Y hoy, ella, necesita de nosotros, moral, física y anímicamente. Porque solo ella nos puede defender de nuestra propia estupidez y de la de nuestros congéneres, que no pierden la oportunidad de demostrar que solo son ridículos mamíferos envalentonados, incapaces de convivir fuera del imperio de la ley.
Ivonne Guzmán / iguzman@elcomercio.org