La reciente declaración de Fidel de que “el modelo cubano ya no nos sirve ni a nosotros” porque “el Estado tiene un papel demasiado grande en la vida económica del país”, me ha recordado las largas conversaciones y discusiones que mantuve con él sobre estos temas. En una ocasión le dije que el marxismo sería la mejor de las ideologías políticas en una sociedad de ángeles, es decir, de seres pacíficos y altruistas que tiendan a pensar en los demás antes que en sí mismos; pero que en una sociedad de individuos esencial e irreductiblemente egoístas, cuya más alta prioridad es su bienestar personal y familiar, el marxismo no funciona. Lo dice la experiencia histórica.
Los sistemas políticos que pueden operar con mayor o menor eficiencia son los que utilizan el egoísmo de cada persona en función social, o sea los que estimulan y ayudan al individuo para alcanzar sus metas personales pero de modo que la sociedad obtenga también beneficio de esos esfuerzos.
En otras palabras, los sistemas que sepan manejar el supremo interés que cada individuo pone en lo suyo para extraer beneficios comunitarios.
Eso fue lo que me llevó hacia el socialismo democrático, o sea al socialismo compatible con la libertad, el respeto a los derechos humanos y el desarrollo económico.
En el último medio siglo han fracasado dos grandes sistemas económicos: el estatista, de corte marxista, y el privatista, de factura neoliberal.
El primero hizo del Estado el propietario de todo, el hacedor de todo, el agente económico único. Y el segundo, en cambio, entregó al mercado las facultades de planificar, conducir y organizar la economía, bajo la ilusoria idea de Milton Friedman de que esto aseguraría que se fabricaran los productos adecuados, en cantidades precisas, para que estuvieran disponibles en los lugares necesarios.
Ambos sistemas concentraron el poder político y económico en las mismas manos: en la tecnoburocracia estatal el marxismo y el neoliberalismo en el sector más conspicuo del empresariado privado. El uno lo hizo por medio de la estatificación de los medios de producción, y el otro, mediante la privatización indiscriminada. Pero el resultado fue el mismo: concentrar el poder político y la riqueza en las mismas manos.
El sistema estatista hizo agua por el flanco de la eficiencia económica; y el privatista, por el flanco de la justicia social y de la equidad.
Ni el Estado megalómano, que en su delirio de grandeza asume todas las responsabilidades para cumplirlas mal ni el Estado desertor, que fuga de sus obligaciones para con la sociedad: el desafío es encontrar un sistema de economía mixta que, rescatando lo válido del Estado y lo útil del mercado, pueda alcanzar la eficiencia económica en el marco de la equidad social.