El proyecto de Ley de Comunicación que se discute más de dos años, parece que puede entrar en una recta final previa la discusión de su contenido en foros públicos. El hecho de estos actos es importante, pues si se suma el tiempo transcurrido, discusiones y polémicas se comprueban lecciones que deben ser destacadas.
En primer lugar que la comunidad nacional sí valora la libertad y particularmente la de expresión; caso contrario, el oficialismo la hubiera aprobado y ya estaríamos estudiando las primeras reformas.
Una segunda lección es que a pesar de otras violaciones, en este caso sí pesan los principios consagrados en la Constitución de Montecristi. Algunos fanáticos, incluso, estarán maldiciendo en qué momento se dejó pasar aquello de que en materia de derechos humanos -y la libertad de expresión es uno de ellos- jerárquicamente prevalecen sobre la propia Carta Magna y por ende son de estricta aplicación.
Luego, más que una lección se trata de una prevención respeto a los foros que deben ser precedidos por un acuerdo político entre los legisladores y el Presidente de la República, que es un supremo legislador por su capacidad de vetar y proponer textos sustitutivos. En consecuencia, de no existir ese acuerdo respecto a los temas fundamentales de la ley, los próximos debates tendrían la misma importancia que un partido de fútbol sin arcos y sin árbitros.
Del voluminoso proyecto -que envidia la ley uruguaya con solo una docena de artículos- se deberán priorizar unos pocos temas y descartar el resto, a pesar del riesgo en que se pueda caer por la pragmática selección. Por eso es necesario señalar los ejes fundamentales.
En primer lugar, el irrestricto respeto al artículo 13 del Pacto de San José sobre la censura previa y las responsabilidades ulteriores. Abunda jurisprudencia de la Corte Interamericana sobre estos capítulos como para no perderse.
Luego hay que atender la integración y facultades del Consejo de Regulación de los medios. Estos son responsables por no haberse adelantado y expedido códigos de autorregulación que constituyen un freno a las pretensiones autoritarias en cualquier lugar del planeta.
Finalmente, los foros deben ser la oportunidad para coincidir en la trasformación de medios gubernamentales en públicos. Para ese propósito las experiencias más saludables sugieren integrar consejos editoriales con representantes de distinto origen social: Gobierno y medios independientes -uno a uno- , legislatura, municipalidades, la academia y los gremios de afiliación voluntaria. Sería una gran oportunidad para declarar la muerte moral del Consejo Participación que al perder su independencia, perdió legitimidad. Es probable que aparezcan estas sugerencias como una ingenuidad, pero hay repasar la historia para comprender que en política siempre existe algún lugar para las utopías.