Para mirar y reflexionar se necesitan espacios de silencio, del viento suave que recorre tras la tormenta. “La forma del agua”, del cineasta mexicano Guillermo del Toro, causa reacciones encontradas; tras verla, no me importan las reacciones. La sensación maravillosa que me queda es sentir que se han utilizado todos los recursos, artilugios y herramientas del buen cine de Hollywood para ponernos frente a la vida íntima del antihéroe, de los que esta sociedad de consumo llamaría un “looser”. Sin embargo, este grupo de “perdedores” cautiva al espectador por los múltiples encuentros con el amor en términos profundos, aunque descabelladas aparezcan las fantasías o el enamoramiento de un anfibio humanoide, cazado en el Amazonas, con una muda cuya lesión en el cuello le conecta finalmente a sus (nuestros) acuáticos orígenes; de esta muda Elisa, mujer de limpieza de un laboratorio estadounidense de alta seguridad y su compañera, la afroamericana Zeida que sufre los embates y la traición de un marido vago, exigente y machista; de Giles, vecino de Elisa, un frustrado artista gay que encuentra rechazo por su avanzada edad, su condición sexual, su arte pasado de moda…
Los segundos planos, de personajes que en muchas obras habrían sido eso, personajes de relleno o secundarios, dan un paso para adelante y exigen un primer plano, y lo hacen con sus profundas y prolongadas miradas, silencios, movimientos corporales, exigencias expresadas elocuentemente. Así, la pirámide del poder se desmorona a medida que se desarrolla la trama.
Caen -a modo de títeres de poderes siempre más altos, contundentes e invisibles- los científicos de ambos bandos, con el telón de fondo de la Guerra Fría de los años 60 en Baltimore; se desmiembran literal y simbólicamente los detectives estadounidenses o el espía-científico soviético. Representados estos últimos a través del recurso del cliché, del Toro juega magistralmente precisamente con esto: caricaturizar al propio cliché, a la propia imagen del Uncle Sam o del infiltrado comunista. Desarma, a modo de realidades supra afirmativas, al mismísimo sueño americano que plantara sus mejores armas durante estos años de “gloria gringa”.
Mi amigo, el poeta Carlos Vásconez, comenta que también él está saturado de información sobre la película, que prefiere no verla nuevamente, para seguir sintiendo, si bien aparentemente patética, las profundas historias de amor que se cuelan en medio de la soledad, la homofobia, lo inverosímil.
Es que el agua misma, sin forma, se convierte en la forma que le des, expulsando e impulsando, llenando o vaciando, acallando o gritando. El agua misma apunta como el mayor personaje de la película y nos conduce a una serie de momentos emocionalmente muy profundos. Es que el agua somos, a la final, nosotros mismos.