Difícil trance el que debe afrontar el Gobierno a propósito de las firmas falsificadas en el Consejo Nacional Electoral. El descargo de responsabilidades en otros actores no satisface las exigencias de transparencia desde la población. Durante cinco años el país ha asistido a un sistemático cuestionamiento sobre los mecanismos de conformación de dicho organismo, básicamente porque sus vocales no actúan representando al Estado, y mucho menos a la ciudadanía. Hay demasiados indicios de que han sido designados siguiendo una agenda dispuesta desde el Poder Ejecutivo en función de su adscripción al –o al menos de su simpatía con– el Gobierno.
El escándalo evidencia el fracaso del voluntarismo religioso con que opera el correísmo, de esa fe en que la simple pertenencia al partido oficial constituye una garantía contra la ineptitud y la corrupción. Desde esta visión, la política, como espacio de la realidad social, pretende ser trasladada al campo de la ficción moral. Pero la división entre buenos y malos –“nosotros” y la partidocracia– simplemente no opera en esa realidad compleja, diversa y poco angelical que representa el Ecuador. Es más, la administración pública en manos de funcionarios seráficos y piadosos puede resultar aún peor, por aquello de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
El país espera evidencias concretas y medidas imparciales para corregir lo que podría calificarse como el preámbulo de un monumental fraude electoral. El país no aceptará exculpaciones ni acusaciones desde el poder teñidas de infalibilidad pontificia. El Presidente ha dicho que desde hace algún tiempo circulaban rumores sobre empresas que estaban vendiendo las firmas para asegurar la inscripción de partidos y movimientos políticos. Es cierto (lo de los rumores, digo). Pero lo que el Presiente no menciona –quizás porque lo desconoce– es que esos rumores también hablaban de que las ofertas del banco de datos provenían del interior del propio CNE. En cualquier caso, el problema es que la gravedad de la situación no resiste ninguna argumentación basada en comadreos ni suposiciones. Vamos a los hechos.
Pero más allá del escándalo, lo que estamos enfrentando tiene visos mucho más decepcionantes. Me refiero al amplio descreimiento de la población frente al mundo de la política, cuya principal expresión es el rechazo endémico a la afiliación partidaria. Esto obligará a reconsiderar completamente las normas y procedimientos para la legalización de las tiendas políticas. Al menos para que la formalidad del sistema político responda a parámetros realistas, creíbles y confiables. Y para que podamos superar la ausencia de una cultura democrática que no requiera de efectos de shock para que las instituciones funcionen.