Las últimas horas del coronel Gadafi no dejan de ser una lección repetida de la historia: los tiranos a menudo mueren en su propia ley. A nadie puede alegrar el triste fin de quien fuera por más de cuatro décadas amo y señor de las tierras y voluntades libias. Bastó que su Régimen se derrumbe para conocer las atrocidades y excentricidades tanto de él como de su familia. Las fosas comunes cercanas a las cárceles donde desaparecían sus opositores, los desmanes de su séquito íntimo, los excesos de sus hijos, aun fuera de su propio país, tolerados por el enjambre de intereses tejidos en los círculos de poder internacionales son el recuerdo de un Régimen que actuó con la anuencia de un vasto grupo de países, de todos los signos, quienes a la vez obtenían algún tipo de beneficio del dictador. Todo esto para terminar humillado y suplicante, abaleado y golpeado por una turba incontrolable, expuesto en condiciones indignas para cualquier ser humano. Bien podríamos hacernos la pregunta ¿para qué sirvió? ¿Sobrevivirá después de sus días algo de la supuesta “revolución verde” que pretendió implantar para siempre en su país?
En realidad su historia no es muy lejana a lo que les aconteció a otros personajes que en su momento retuvieron todo el poder en sus manos, para terminar sus días en una forma violenta y siendo víctimas de la ira popular que engendraron por sus actos. Un pequeño repaso de la historia nos trae a la memoria lo sucedido a Mussolini, abatido por comunistas partisanos, cuyo cuerpo junto al de su amante fueran exhibidos colgados de una viga. Ceaucescu, el dirigente comunista rumano, luego de haber controlado con mano de hierro por cerca de 20 años su nación, fue fusilado por las propias fuerzas militares tras un supuesto juicio sumarísimo. Dos ejemplos, dos visiones. ¿Queda algo de lo que pretendieron edificar esos personajes?
Otros no terminarán bajo las balas de la furia popular pero una vez que se alejen del poder y se constate el daño infringido a las sociedades que dirigieron, no escaparán al juicio de la historia. Serán el recuerdo de un pasado atroz en que cientos de miles de personas se vieron obligadas a huir de sus tierras, despojados de sus bienes. Se convertirán en la referencia de cómo el dogma y la testarudez pueden privar a generaciones enteras de esperanza. Serán la nostalgia de cuanto resentido creyó encontrar en una catequesis barata la manera de evacuar tanto odio acumulado.
El problema reside en que normalmente las sociedades, anestesiadas por los fuegos fatuos de la propaganda, no reaccionan a tiempo para exigir correcciones y tolerancia a través de los mecanismos apropiados de las instituciones. Se hacen de la vista gorda para después desbordar toda la rabia contenida. Eventos que ya no deberían ocupar espacios en la historia aún se repiten, por la intransigencia y el sectarismo.