“En el último instante, el hombre seguía viviendo, pues aún sentía la arteria y palpaba la memoria de la vida. Sospechaba que vivía. Ahora ya nada dice. Ya ni la duda en la arteria, ni el tacto del canto pretérito”.
Filoteo Samaniego (Quito, 1928-2013), menudo, ágil y brioso; los ojos vivaces, prestos a escudriñar en lo más hondo de la vida y la palabra creadora; ademanes mesurados, genuino caballero de abundantes talentos, en sus últimos años caminaba con bastón en mano, más –solía bromear– por atildar su paso que por salud; su barba emblemática, cuidada con esmero, Filoteo daba la certeza de ser tallado en marfil; exento de intrigas y embustes, un aura de personaje bíblico lo envolvía. Siempre cordial, poseía esa pujanza de salir indemne de episodios aciagos.
Sus libros de ensayo, entre otros: “El arte quiteño colonial”, “Las Venus de Valdivia”, “Nombrar las cosas del Nuevo Mundo”, “El país y sus gentes en el arte colonial quiteño”; y entre los de poesía: “Agraz”, “Relente”, “Umiña”, “Signos”, “El cuerpo desnudo de la tierra”, “Los testimonios”, “La uña de Dios”, “Voces, ecos y silencios”.
El poeta mira y no olvida. Ve para verse mirar. Contempla su entorno y lo descifra; aprehende sensaciones, emociones, sentimientos y les insufla vida. Ínfimos y soberbios, obcecados, siempre habrá poetas. Con el lenguaje, el poeta no puede decir “lo que es”. Violencia originaria, las palabras desvanecen lo que nombra. El lenguaje es el poder de la escritura: “Venga viento de poesía/ a limpiarme los ojos y la vida”. Asedio y azar.
Aventura y contienda. Exploración y registro. Vértigo que sobrecoge y sacude al desentrañar sus enigmas: “decidme quién soy y por qué,/ y desde cuándo este vivir de vida/ las horas gastadas antes de hora,/ cuando apenas el reloj despertaba/ de su sueño sin sueño todavía”.
Acecho y prórroga del amor. Delirio y dolor. Dispendio y extinción. Gozo y tormento, invocación. “Amo, amas, y se agota la palabra/ palpar la seda de la mujer/ En fin de cuentas, asirnos a los días que nos llevan/ hacia el único término de todos los senderos…”.
Nuestras culturas originarias fueron otra de las pasiones de Filoteo. Coincidíamos en que, mientras no haya una educación que difunda ese alfabeto luminoso, es un descomunal dislate hablar de identidad. Una de sus vertientes poéticas se desprendió de ellas. “La has visto en su desnuda y generosa entrega,/ siempre igual y siempre diferente,/ cuando acaba de peinar su cabellera,/ y, trenzándola, untándola de especies y barnices,/ echándola adelante para caricia del seno/ o dejándola proteger la espalda descubierta”: nuestra venus de Valdivia.
En algunos de nuestros encuentros nos escapábamos hacia la vieja 24 de Mayo. Guitarras y acordeón de los músicos invidentes de la Casa Blanca despertaban la voz de Filoteo, quien desgranaba páginas de nuestra música. Al despedirnos, Filoteo hacía malabares con el bastón, idénticos a Carlitos Chaplin, hasta perderse en la niebla.