Una de las utopías de nuestra civilización es la del filósofo-legislador. Platón decía que solo los filósofos son capaces de alcanzar lo eterno e inmutable y por tanto ellos debían ser los gobernantes. Kant ponía en manos de los filósofos la tarea de legislar porque el filósofo “no es un simple artista, que se ocupa en crear conceptos, sino un dador-de-ley que legisla para la razón humana”.
Esta utopía de apariencia tan sabia e inocente, utilizaron para justificarse los totalitarismos y guía todavía a los “iluminados”, dueños de la verdad, que tratan de imponerla a todos, pasando por encima de quienes se oponen al “bien del pueblo”.
Al analizar, con un grupo de amigos, la última decisión de la Asamblea Nacional aprobando la Ley de Educación Superior, advertí que todos criticaban a la Asamblea y por eso se me ocurrió preguntarles: ¿por qué los legisladores son tan impopulares? Cada uno dio una razón diferente. Que defienden intereses, que cumplen consignas, que son tránsfugas.
Quizá la prosaica razón sea que todavía buscamos al filósofo-legislador. Ese sabio que se guía por la verdad, se mueve por convicciones, distingue el bien del mal. Medimos a nuestros desventurados legisladores con esa desmesura y los vemos tan pequeños decidiendo asuntos que no han estudiado, cumpliendo consignas políticas, defendiendo intereses.
El origen de nuestra insatisfacción está, entonces, en que nos hemos puesto aspiraciones muy altas, todos; desde el Presidente de la República, quien quisiera que todos sus proyectos de ley fuesen aprobados sin dilación, sin debate, sin cambios. El ex presidente de Chile, Ricardo Lagos, con mayoría parlamentaria, solo consiguió la aprobación del 53% de sus proyectos.
La utopía del rey-filósofo, dueño de la verdad, que busca mecanismos y estratagemas para conducir a todos por el “buen camino”, explica esa declaración tan triste del Presidente, al anunciar el veto parcial para la Ley de Educación Superior: “tengo amplia libertad para retirar todas esas reformas que, en busca del consenso, se introdujeron”.
Se habrán sentido burlados los que votaron por el consenso pues, en su ilusa percepción, deben haber creído que el proyecto había mejorado. Burlados los que votaron en contra; solo serán considerados buenos cuando vean la bondad de los proyectos que reciben. Burlados también los rectores al descubrir que consenso es sinónimo de estrategia para conseguir los votos y no, como ingenuamente habrán creído, que cambiaba la ley. Burlados todos los que esperábamos que los asambleístas escapen de la maldición del pueblo: borregos, vendidos si apoyan al Gobierno; conspiradores si se oponen a sus proyectos.