Las tradiciones de los pueblos deben ser preservadas porque son legados. No obstante, algunas de estas costumbres, como los toros populares, se deprecian sin remedio.
Las costumbres, tradiciones y fiestas populares son la memoria intangible de los pueblos; son el ADN que los identifica per se y, asimismo, los distingue de otros conglomerados. No obstante, esa génesis no es un impedimento para que esas comunidades compartan gustos, ritos, deportes y más actividades.
En el Ecuador, muchos cantones y parroquias son “amigos y rivales” que se “aman y se odian” por igual. Unos botones de muestra en Pichincha: Tabacundo-Cayambe, Nayón-Zámbiza, San Antonio de Pichincha-Pomasqui, Sangolquí-Machachi…
Todos los pueblos tienen sus propias gestas socioculturales pero, también, otras comunes con sus pares. La más visible son los toros populares, una derivación del toreo que trajeron los españoles y que arraigó con fuerza desde La Colonia.
Y aunque los toros tienen cada vez más detractores, los populares son aún un gran imán, tal vez por esa democracia total de sus no códigos ni reglas, y a pesar del peligro que conlleva un toro suelto en un río de afanosos y neófitos lidiadores.
Lamentablemente, estas “corridas” que juntan a ricos, pobres, longos y sucos en una gran chingana hecha con madera de andamio, se están volviendo cuadriláteros donde las pandillas dirimen sus diferencias a trompón o cuchillo limpios.
Claro, lo hacen azuzados por el licor y la droga (que se venden como si fueran pan y Coca Cola) ante un público estupefacto y frente a unos pocos gendarmes incapaces de frenar la batahola. Con tanto desbarajuste, el asustado burel embiste a todo lo que se mueve y siembra de sangre el congestionado ruedo.
Esto es, justamente, lo que sucedió el pasado domingo en Sangolquí. Fue tanta la desorganización que los 22 heridos que dejó la jornada no se evacuaron pronto porque solo hubo una ambulancia y las calles aledañas estaban cerradas por un sinfín de ventas ambulantes y hornados, hordas de borrachos y una legión de ladrones en plena cacería.
Preservar las tradiciones es un deber, pero también es la de defenderla vida de quienes las practican.