Los sistemas políticos son una suma de “ficciones necesarias”, de acuerdos y disimulos que niegan la realidad y la colocan a la sociedad en un espacio de hipótesis y supuestos, que sin embargo asumimos como hechos, de teorías transformadas en realidades por razones utilitarias. Todo ello porque, de otro modo, la convivencia sería más difícil, sino imposible y el poder carecería de justificación. En ocasiones, las ordenes, los actos de autoridad, se esconden bajo presupuestos ficticios, se revisten de presunta justicia, para legitimarse y lograr obediencia.
Hay muchas ficciones necesarias que las sociedades han asumido como realidades, más aún, se han transformado en referentes tan sólidos como si fuesen hechos de la naturaleza. Algunas de esas ficciones son:
1.- El pueblo.- La población del Estado, la suma de individuos, por la inevitable inclinación a construir ficciones, se considera ahora –y desde hace tiempo ya- como si fuese una entidad política concreta, casi en una corporación multitudinaria, en masa con alma y voluntad colectivas, en personaje dialogante, especie de ser superior que domina a las personas, en nombre del cual se manda, se legisla, se guerrea y se decide sobre la felicidad. Pero el pueblo es una hipótesis doctrinaria, indispensable para que la democracia funcione, para que el poder justifique su origen. Para que el discurso tenga un interlocutor siempre silencioso, sumiso y pasivo. Para que la mayoría parlamentaria adquiera derechos y se asigne el papel de representante de la totalidad de los individuos que residen en el territorio. Pero, desde la cruda realidad, el pueblo es una sombra que carece de entidad. Lo que existe es una masa de personas que, cuando llegan las elecciones, acude a votar, cada cual según su interés, su impresión o su ilusión. La coincidencia de votos inducidos por la propaganda o por la oferta, está conformada por decisiones individuales. Esa coincidencia no significa que la decisión provenga de una entidad colectiva única, consciente y responsable. Esa coincidencia no implica que exista una persona multitudinaria. Significa solamente que hay individuos obedientes. Pero, si no admitimos y toleramos la hipótesis de la existencia del pueblo, no es posible ni la democracia ni la república, ni nada que se le parezca. Es la invención indispensable para que todo lo demás funcione.
2.- La legitimidad
Uno de los graves problemas teóricos y prácticos del poder político es la justificación del “derecho” a mandar y la explicación de las razones por las que las personas están obligadas o obedecer. El poder es un hecho basado en la fuerza, que busca permanentemente la forma de legitimarse, esto es, de adquirir dimensiones jurídicas y soportes éticos. La historia de las doctrinas políticas es la narración de las más imaginativas fórmulas inventadas para encontrar explicaciones convincentes al hecho de mandar, y para eliminar los inevitables vestigios de duda que siempre dejan los fundamentos y discursos sobre los que actúan ya sea monarcas, caudillos o presidentes, ya lo hagan en nombre de Dios o del pueblo.
La legitimidad, otra ficción necesaria, alude al título con el que se manda, y tiene que ver con otras ficciones accesorias a ella: la de la mayoría que suplanta a la totalidad de la población en las decisiones legislativas y en los actos de gobierno; el origen popular del encargo de mandar; la encarnación del alma nacional, etc., etc.
Los sistemas políticos de todos los signos tienen tras de sí una ficción, la gran ficción de la legitimidad, la excusa que obliga y que pretende explicar por qué hay unos que mandan y masas que obedecen, por qué hay derecho a disponer de la felicidad ajena, por qué hay obligación de someterse aún a sabiendas de que las decisiones sean erróneas.
El arduo problema que, en cualquier doctrina o régimen político, entraña el tema de la legitimidad y de la legitimación del poder, tiene sustancial vínculo con el hecho, incuestionable este sí, de que el ser humano, por su naturaleza racional, necesita justificarse, explicarse, sustentar sus actos, sus libertades y sus obediencias. Además, las legitimidades que vamos descubriendo, siempre tranquilizan.
3.- El conocimiento de la ley.-
El Código Civil dice que la ley se presume conocida por todos y que su ignorancia no excusa a persona alguna. Otra ficción necesaria, sin la cual no existiría el ordenamiento jurídico, ni sería posible exigir el cumplimiento de las obligaciones, ni racionalizar el mundo de los contratos, ni regular el ejercicio del poder. Hay que admitir, por tanto, que esta ficción nos salva del caos y nos rescata de la anarquía. No hay más remedio que admitirla y obrar conforme a ella, sin embargo, hay que admitir que varios son los temas que conspiran gravemente contra la vigencia de tal ficción: (i) la abundancia de normas, que impiden que incluso los especialistas se mantengan razonablemente informados entre la avalancha legislativa que sufrimos; (ii) la mala calidad de las leyes, que, en especial en el país, son la regla general. Al caos normativo por la abundancia de disposiciones de toda clase, se suman las contradicciones, las confusiones, la alteración de normas superiores por disposiciones inferiores, etc. (iii) la disolución de los poderes legislativos en múltiples órganos paralelos (institutos, comités, juntas, secretarías, o simples autoridades, etc.) que expiden normas generalmente obligatorias, sin control de su legalidad, conveniencia y calidad. No es raro, en los días que vivimos, que se reformen los códigos por vía de página web, o por instructivo, o por oficio. (iv) la inestabilidad institucional, que conspira, por ejemplo, contra la formación de jurisprudencia seria, consistente y de buena calidad. Si los tribunales viven al vaivén de la política y sin la necesaria independencia, es imposible que el sistema legal, y la ficción del conocimiento de la ley, se asienten en un sistema jurisprudencial eficiente, estable, que encarne la ley en la realidad.
4.- Las demás ficciones necesarias.- Hay varias ficciones necesarias adicionales sobre las cuales está anclada la sociedad política. Unas, indispensables para que el aparato estatal funcione, para que el poder tenga cara humana y límites a su natural arbitrariedad, y otras, inventadas para potenciar la fuerza, para transformarla en evento sagrado, para legitimar su uso y revestir de racionalidad aquello que es puro y simple autoritarismo.