En ocasiones no resulta del todo inútil asistir como espectador a las frecuentes discusiones que se provocan en las redes sociales. Hace pocos días se enfrentaron en un acalorado debate multinacional, dos facciones claramente definidas a favor y en contra de los gobiernos latinoamericanos adscritos al socialismo del siglo XXI.
Los opositores radicales de ese híbrido insustancial, como era previsible precisamente por su vaporosa existencia, se dedicaron a atacar de modo personal a los diferentes líderes que han pasado durante los últimos años por sus filas. Y, claro, surgieron los más diversos y originales calificativos originados en su contagiosa afición a las caletas, a los sacos de yute, a las cuentas cifradas y a las espectrales visitas turísticas en vuelos oficiales hacia esos destinos a los que nadie más, nunca en su vida, iría por voluntad propia.
Uno de los ingeniosos opositores sugirió que ya era hora de que el socialismo del siglo XXI tenga sus colores característicos en una bandera que los represente a todos con rayas horizontales, blancas y negras, y quizás, si es que se animan, podrían inventarse un novedoso emblema que consista por ejemplo en un par de tibias y una calavera sobre un revelador fondo oscuro.
Evidentemente, la refriega degeneró en insultos y acusaciones entre los navegantes, pero lo más curioso fue que en esa cadena de imputaciones afloraron las verdaderas razones por las que unos y otros apoyan al engendro o despotrican contra él, y que en resumen se limitan al odio o admiración que genera el respectivo caudillo. Sin embargo, una buena parte de los seguidores obsecuentes, además de confiar en la divinidad de su líder, mencionaron en repetidas ocasiones que no les importaba ni reprochaban los actos de corrupción escandalosos cometidos en sus países porque “en el pasado los ricos y los oligarcas hicieron lo mismo”, o porque “ya era hora de que todos sientan lo que estar jodidos…”.
En ese cruce de acusaciones y señalamientos, además de las tropas de insultadores asalariados que arremeten desde el anonimato en oleadas colectivas, hubo otros que aseguraban no haber ejercido ningún cargo estatal ni tampoco haberse beneficiado económicamente por la desventura del socialismo del siglo XXI, algunos confesaron, con cierta ingenuidad, que su situación había empeorado tras el paso de los últimos caudillos tropicales por América Latina, pero incluso estos últimos, sin mirar sus propias calamidades, confirmaban su adhesión a la causa por el hecho de “tener por fin un gobierno del pueblo”, o “porque ahora es el pueblo el que manda”, y “el pueblo jamás se equivoca”…
La peligrosa ficción del pueblo, esa extensión tribal que atonta y adormece, ha sido usada desde hace décadas por caudillos ávidos y lenguaraces para reivindicar el concepto de revancha social por encima de los derechos individuales de las personas, y, por supuesto, como la tapadera ideal de sus gigantescos patrimonios.